
A veces me pregunto: ¿Qué
hubiese sucedido en Castilla de haber sido coronada como Juana I, hija legítima de Enrique
IV y a la que las malas lenguas motearon como La Beltraneja? ¿Se hubiese conquistado Granada el 2 de enero de
1492? ¿Se hubiesen financiado los viajes de Colón por la Corona de Castilla? ¿Hubiese perdido protagonismo el cardenal Cisneros como tercer
inquisidor general de Castilla? Gregorio
Marañón, en su “Ensayo biológico
sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo”, entiende (cito textualmente lo
que explica el ilustre médico al
comienzo del capítulo VII de su libro) que “el simple examen de las referencias
históricas nos conduce, pues, a la certeza de una anormalidad profunda en los
instintos de Don Enrique. Ahora bien; esta afirmación no implica la seguridad
de que la hija de Doña Juana, la
desgraciada Beltraneja, fuera fruto de adulterio, como supusieron la mayoría de
los españoles. Para Marañón, tal deficiencia no equivalía a una impotencia
absoluta, lo que supone que pudo tener alguna relación aislada con su segunda
esposa, Doña Juana, “aunque trabajosa y deficiente”. Tampoco está probado que
Doña Juana tuviese relaciones íntimas con Beltrán
de la Cueva. Como aclara Marañón, “…en Alaejos, sí, empieza la vida
extralegal de Doña Juana; pero sólo entonces. De su amante, Don Pedro el Mozo, tuvo la reina dos hijos: Don Apóstol y Don Pedro”.
Su muerte, posiblemente por envenenamiento de arsénico, tuvo lugar en 1475,
cuando contaba 36 años de edad y pocos meses después de la muerte de su marido.
De lo que no cabe duda es que Juana fue la única descendiente directa de
Enrique IV; y de que, al no tener más descendientes ni con su mujer ni con sus
amantes, por tanto, le correspondía a ella en derecho la Corona de Castilla. La
Batalla de Toro (1 de marzo de 1476)
cambió las tornas en beneficio de su tía Isabel,
hermanastra de Enrique IV, y la pobre Juana terminó tras la muerte de su
marido, Alfonso V de Portugal,
enclaustrada por el Tratado de Alcaçovas
en el convento de Santa Clara, en Coimbra. Y por ironías del destino, muerta Isabel en 1504 como consecuencia de un
cáncer endometrial, Fernando de Aragón
propuso a Juana la Beltraneja que se
casara con él y de esa guisa poder quitar el Reino de Castilla a Felipe de Austria, que gobernaba en
nombre de Juana I. Ésta no aceptó su
proposición y se sabe que hasta su muerte en Lisboa, en 1530, firmó como “Yo la reina”. Fernando de Aragón, ante
el desdén de Juana, se casó con Germana
de Foix en 1506 con una sola obsesión en su cabeza: que su hija Juana,
apodada La Loca, o su marido, al que
odiaba su suegro no pudiesen heredar la Corona de Aragón. Para ello se
necesitaba que Fernando tuviese un hijo con Germana. El 3 de mayo de 1509 nació
Juan, y su gozo quedó en un pozo al
morir a las pocas horas de nacer. Y en un vano intento por tener más
descendencia, Fernando murió en Madrigalejo en 1516 como consecuencia las pócimas
administradas para poder tener mayor potencia sexual. Pero años antes de su
muerte tuvo la baraka de que su yerno
Felipe el Hermoso, que de hermoso no
tenía nada como se aprecia en diversos lienzos, muriese en 1506 de forma casi
repentina; y, posteriormente, logró incapacitar a su hija Juana, que terminó
sus días encerrada en Tordesillas. Finalmente sería su nieto Carlos (“un glotón que carecía de toda templanza y
dominio de sí mismo”, según lo describe Ludwig
Pfandl) el que heredaría todos sus reinos. No iban desencaminadas las
coplas de Hernando del Pulgar en su “Mingo Revulgo” cuando escribió aquello
de: “La color tienes marrida,/ el cospanzon
rechinado,/ andas de
valle en collado/ como res que
va perdida,/ y no oteas
si te vas/ adelante o
caratrás,/ zanqueando
con los pies,/ dando
trancos al través/ que no sabes
dó te estás”.

En un magnífico trabajo en el diario “El País, (“Palabras en latín”, 11/01/1995) Antonio
Muñoz Molina se quejaba de que en el bachillerato español el estudio del
latín desaparecía como asignatura obligatoria, al contrario de lo que había
hecho Francia, al que le habían agregado un curso más. “El latín -decía Muñoz
Molina- siempre tiene algo de salmodia y conjuro para quienes aún nos acordamos
de las últimas misas en latín, cuando nuestra madre nos llevaba de la mano a la
iglesia y el sacerdote oficiaba de cara al altar, dándoles la espalda a los
fieles, como dedicándose a una tarea misteriosa y privada de la que a nosotros
sólo nos llegaban sus palabras, doradas y herméticas como los ornamentos y los
gestos”. Y recordaba a Borges, cuando
éste afirmaba que “los católicos creen en la vida de ultratumba, pero no se
interesan por ella”; también, a Valle-Inclán
y su obra “Divinas palabras”. Decía
Muñoz Molina: “Basta una frase declamada en latín para que el mundo casi se
detenga, para que una muchedumbre vengativa y cruel quede sometida a la
inmovilidad”. Un día decidí titular mi blog “in
púribus”, locución que tiene su origen en la corrupción de la expresión
latina “in puris naturábilus” (en
puro estado natural). Es una forma sutil de indicar al supuesto lector, que
hace la caridad de leerme, que no hay que andarse con medias tintas, sino con
claridad y sin rodeos. Verbigracia: los medios de comunicación inciden en que
las infantas Elena y Cristina se han vacunado contra la
pandemia de coronavirus aprovechando uno de sus viajes a los Emiratos Árabes
por ver a su padre. Es lo que se llama “ir por atún y ver al duque”; o sea,
matar dos pájaros de un tiro. Pero al ciudadano, que bastantes preocupaciones
tiene ya para intentar sobrevivir, le trae al pairo que la escolta del Rey Emérito cueste a España más de
32.000 euros mensuales (que es el equivalente a cuatro sueldos de 8.000 euros
cada uno, desgrosados en 2.300 euros de sueldo más 6.000 euros de dietas). Al
ciudadano sólo le preocupa que las infantas “se han saltado la fila” de las
vacunaciones, cuando no es cierto. Pero la pregunta que habría que hacerse es
otra: ¿Las infantas viajan con valija diplomática? Porque, que a mí me conste,
una infanta vive en España; la otra, en Suiza. Como decía Gila: “¿Alguien ha mirado a alguien?”. Un hecho es indudable: el
padre que recibe a sus dos hijas en Abu Dabi no es precisamente el desleal
mayordomo de Benedicto XVI sino alguien
que ha sido rey de España desde la muerte de Franco hasta el 2 de junio de 2014. Y ese rey, ahora llamado
despectivamente “El Emérito” (y que
no parece que sea merecedor de homenajes
postrimeros), se ha marchado de España por voluntad propia, sin pasar la reválida
del 14 de abril de 1931 ni el viaje hasta Cartagena sólo despedido por el cojo Romanones. Como decía Pablo Planas (El Español, 08/11/2015), “Don
Juan Carlos no puede escapar al sino trágico de los Borbones”. Teníamos que haber hecho caso a Juan Prim nada más tomar
el tren en la Estación de Atocha camino del exilio la fondona Reina de los Tristes Destinos. En este
país, por desgracia, todo se mueve para que nada cambie.

Parece que no ha gustado mucho el cartel de la “Temporada Taurina de Sevilla de 2021”,
realizado por Julián Schnabel, a un amplio sector de
aficionados. Dice su autor que el cartel es un homenaje a Juan Belmonte, también conocido como El Pasmo de Triana. Para Antonio
Burgos, según cuenta hoy en ABC, “ese
cartel hay que llevarlo a la UCI del buen gusto y de la relación con la
tradición pictórica de la Fiesta”. No sé, para gustos se hicieron los colores.
Para Schnabel, que ya expuso pintura en Sevilla en 1988 en el entonces ruinoso Cuartel
del Carmen (hoy reformado y convertido en Conservatorio Superior de Música y
Escuela de Arte Dramático) la obra ahora encargada por la Real Maestranza de
Caballería “evoca un aire goyesco”. Bueno, los pigmentos oscuros del fondo, en
los que donde no se aprecia nada de fuste, tal vez nos recuerden su desgarrada técnica de
las “pinturas negras”; aunque, a mi
entender, habría que echarle mucha imaginación. La gama cromática de Goya se reducía a ocres, dorados,
tierras, grises y negros; con solo algún blanco restallante en ropas para dar
contraste y azul en los cielos y en algunas pinceladas sueltas de paisaje,
donde concurre también algún verde con escasa presencia. En el cartel de Julián
Schnabel, predominan dos gamas de azul: uno más claro, que recuerda el meandro
del Guadalquivir a su paso por Chapina, y otro más oscuro para el resto, donde
se me antoja la presencia del espectro del caballito de bronce que existe en la
trasera de la Lonja, en Zaragoza, y que recuerda otro de cartón del mismo
tamaño, que instaló el fotógrafo Ángel
Cordero en 1925, para plasmar con su arcaica “máquina al minuto” y el
decorado incierto de una tela de fondo retratos a repeinados niños pálidos de
charol y blanco y a militares sin graduación que más tarde enviaban por carta a
sus novias, que esperaban impacientes sus regresos en aldeas que quizás ya no
existen; salvo en las páginas del “Madoz”
y en alguna fotografía de J. Laurent,
que supo ver como nadie el aire de aquella doliente España a través de un visor
y tapando su cabeza tras un islán negro como el ropón de un cura.
El 11 de diciembre de 1474 moría en Madrid el hijo de Juan II y María de Aragón,
hermano paterno de Isabel, que había
sido rey de Castilla desde 1454. Me refiero a Enrique IV el Impotente. El 10 de mayo de 1475 el ejército
portugués entró en Plasencia al mando de su rey con catorce mil infantes y
cinco mil setecientos jinetes. Allí le esperaba la sobrina de Isabel, Juana
de Trastámara, de trece
años de edad, que fue proclamada reina de Castilla y de León y casi
al tiempo se casó con su tío Alfonso V el Africano (viudo de
43 años), rey de Portugal, alzándose también con el título de rey de Castilla
y de León. Era la respuesta de la hija del rey difunto a su tía Isabel de
Trastámara, autoproclamada reina de Castilla un año antes (el 13 de diciembre
de 1474) en la iglesia de San Miguel, en
Segovia. Una vez proclamada Isabel, Alfonso V de Portugal
exigió que ésta renunciara a la corona en favor de Juana si quería evitar la
guerra. Cuando llegó la carta, los portugueses ya habían cruzado la frontera
por Extremadura con 1600 peones y 5000 caballeros. Tras dos años de tiras y
aflojas, se decidió dilucidar quién sería la reina de Castilla por medio de las
armas. Finalmente la batalla por el trono de Castilla tuvo lugar en las cercanías de Toro
(Valbusenda) en la lluviosa noche del 1 de marzo de 1476. Como ya es tradición, ayer lunes se celebró
en la campa donde tuvo lugar el lejano combate un homenaje recordatorio de la
efeméride en su 445 aniversario, donde se reunieron miembros de las Fuerzas
Armadas, representantes de la Policía Nacional, el subdelegado del Gobierno, el
presidente de la Diputación de Zamora y el alcalde de la Ciudad de Doña Elvira.
Este año, debido a la pandemia de coronavirus, ignoro si se habrá celebrado en
el Restaurante Nube, situado en las
cercanías de la Batalla de Toro, el
tradicional almuerzo junto al monolito conmemorativo como viene aconteciendo
desde hace casi una década. El año pasado, el menú, con un precio de 45 euros
por comensal, fue el siguiente: aperitivo:”samosa
de berenjena y queso de oveja zamorano”; entrante: “huevo a baja temperatura sobre base de alboronía”; pescado: “bacalao cecial acompañado de guiso de
lilíaceas; carne:”cordero churro
castellano cocinado al caldero”; prepostre:”aloja
de vino Valbusenda”; y postre:”áspic
de frutos silvestres con helado de leche”. Seguro que tras ese excelente banquete
no hay batalla que se resista en Toro y su alfoz.

La primera vez que pude observar cómo se jugaba a la
“rana” fue en Guarnizo, en una tabernilla de nombre “Sixto” que llevaba con aseo un primo de mi padre. Entre chato y
chato de vino, los clientes lanzaban unos tejos redondos sobre una mesa pequeña,
del tamaño de una mesilla de noche, con una madera trasera con dos agujeros
(uno redondo y otro en forma de media luna) en evitación de que pudieran topar
las chapas en la pared y dos “adrales” laterales. La mesa disponía en su
superficie de 5 agujeros, donde en el centro había una rana de cuclillas con la
boca abierta detrás de un molino en forma de noria y dos puentes laterales. Era
un juego de puntería y precisión. Entre las reglas de juego, muy básicas,
quedaba prohibido acercarse, distraer o cruzar cuando un jugador estaba
lanzando. En la década de los 50, los vecinos de los pueblos norteños se
distraían en sus ratos de ocio de la forma más sencilla, ora jugando a la “rana”,
ora a los bolos en la plaza, ora echando una partida de cartas. Pero aquellos
juegos de bolos solían interrumpir el trasiego de carros hasta el punto de
tener que dictar las alcaldías ciertas normas. Así, se sabe que en Ampuero, en
1722, se dictó una normativa municipal para que ningún vecino pudiese ocuparse
en el juego en día de trabajo “ni de día ni de noche, como tampoco en día de fiesta
hasta que se haya dicho misa mayor”. En Cantabria existían entonces, no sé
ahora, 4 modalidades de juego: bolo palma, bolo pasiego, pasabolo losa y
pasabolo tablón. Este último es el que más se jugaba en las provincias limítrofes,
Vizcaya y Burgos. Yo lo ha visto practicar a mujeres en Lanestosa (Vizcaya),
villa natal de mi abuelo materno. Es una modalidad de
bolos que consiste en lanzar una bola por un tablón y arrojar lo más lejos
posible los tres bolos que hay al final de la tabla sobre un campo de hierba de
casi 50 metros de largo. El tablón se suele limpiar con agua después de cada
tirada con el fin de facilitar el deslizamiento de la bola por el tablón y para
borrar las marcas realizadas por las bolas anteriormente lanzadas, lo que
permite al jugador poder localizar sus posibles fallos. Los bolos no tienen
cabeza y se fijan en los agujeros del suelo mediante arcilla. El nombre de
pasabolo tablón tiene su origen en un manuscrito que conserva la familia Secunza, de Ampuero, que en 1895 hizo
una modificación de la bolera de bolo tres tablones e ideó nuevas normas de
juego. Los Secunza fueron una saga de torneros de pedal de la madera que se
inició con Generoso, continuó con su
hijo Juan y terminó con el nieto, Manuel Secunza Llamosas. Los bolos que
fabrican son siempre de encina, de forma cilíndrica y 35 centímetros de altura.
En las bolas (con un agujero para meter el dedo pulgar) se utiliza
indistintamente madera de acerón, haya, nogal y manzano.