En una cafetería de
Sevilla, “Pasaje Dos Lounge Bar”, el
camarero, molesto porque un cliente se enfadó al pagar por tres churros 2,75 euros cuando los calentitos solo necesitan harina y
agua, éste le respondió al cliente de la siguiente manera: “¿Sólo harina y agua? ¿No se utiliza aceite para freírlos? ¿No se
utiliza un churrero para hacerlo? ¿No se utilizan camareros para servirlo? ¿No
se utiliza gas para freírlos? ¿No se utiliza luz para el local? ¿No se utiliza
lavavajillas con sus productos para lavar la bandeja y el vaso? ¿No consume un
vaso de agua gratis que la empresa paga? En fin, cosas que usted no tiene ni
idea porque no tiene un negocio. Gracias por decir que no viene más, buenas
tardes”. Y ahí se terminó la discusión. Imagínese usted si esa misma protesta
se la hubiese hecho el cliente a un vendedor de sardinas. “¿Qué le parece caro?
Mire, hay que tener un barco, salir a la mar, correr el riesgo de ahogarse,
etcétera.” Entiendo que si ese barco hubiese salido al mar para pescar una sola
sardina y poder satisfacer al cliente que la compra en el puesto del mercado,
la sardina valdría miles de euros. Pero no es así. El barco pesca muchas
sardinas y el precio, en consecuencia, disminuye. Pues lo mismo sucede con los
churros. Si el bar solo hiciese un churro, su precio sería como el de un
lingote de oro. Pero al hacer mucha cantidad, el precio cambia
considerablemente. Tres churros a un precio de 2,75 euros significa que cada
churro puesto en el mostrador de ese bar
vale 0,92 céntimos, equivalentes a 153 de las antiguas pesetas. Pues sí, me parece caro el precio de cada churro. Pero
ya saben el dicho: “Esto son lentejas…”. No cabe duda de que si nos pusiésemos
a traducir euros a pesetas no compraríamos ni un pirulí. El precio de las cosas
va en función de lo que estamos dispuestos a pagar por ellas, bien sea un tejeringo, una obra de arte o una entrada de cine. No hay que darle más vueltas.
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