miércoles, 1 de octubre de 2025

Don Inda en el recuerdo

 

 Con el triunfo de la Guerra Civil por los militares golpistas españoles y la ayuda de falangistas, requetés, moros, fascistas italianos, nazis alemanes, el apoyo del clero, de los terratenientes rurales, del rey exiliado y de su hijo don Juan (el primero dio dinero para la causa y el segundo, apareció por Dancharinea para engancharse como voluntario sin éxito e intercambió cartas con Franco) y de buena parte de la burguesía más retrógrada, el militar gallego se incautó de numerosos proyectos de embalses realizados durante la II República, muchos de ellos auspiciados por Indalecio Prieto, durante el corto periodo que estuvo a cargo la cartera de Obras Públicas, en su deseo de dinamizar la infraestructura económica de un país anclado en la desidia en carreteras, obras hidráulicas y ferrocarriles, apostando por el perfeccionamiento de las vías de mayor circulación y muy especialmente las de los principales núcleos urbanos y sus cercanías, tales como el túnel de Guadarrama, que acortó la distancia entre Madrid e Irún, el directo Madrid-Burgos y el impulso a la electrificación de las grandes líneas. Don Inda, como le llamaba Azaña, quiso  hacer de su breve paso por ese  ministerio un elemento dinamizador de la economía nacional, como instrumento de lucha contra el paro y contra los desequilibrios regionales. Pero el golpe de Estado fascista y la posterior guerra terminaron por arruinar sus pretensiones. Hoy, cuando muchos políticos se dedican al trapicheo más vergonzoso, cuando algunos concejales sueñan con la concejalía de Urbanismo por rebañar, cuando la curia católica solo piensa en inmatriculaciones de catedrales, iglesias y ermitas (en un guiño de tomarse el desquite por la Desamortización de 1836) y donde se dio la circunstancia de que se hizo hasta con la titularidad eclesiástica de la Mezquita de Córdoba (inscrita en el registro de la propiedad de Córdoba el 2 de marzo de 2006 por 30 euros, sin publicidad y sin pagar impuestos) por todo el papo, nadie recuerda, digo, a Indalecio Prieto, que llegó a Bilbao con siete años, procedente de Oviedo a la muerte de su padre, que jugó en la explanada donde se asentaba “El Amparo” de las hermanas Azcaray, y que siendo un mocoso se vio obligado a vender periódicos por las calles de Bilbao, demostró más tarde, dentro de las filas del PSOE, una capacidad de trabajo y una integridad moral dignas de encomio. Lo que aquí señalo viene a cuento con dieciséis pueblos que emergen de las aguas del embalse de Luna cada vez que hay sequía. El proyecto de aquel embalse, destinado principalmente a garantizar el regadío en la comarca del Páramo leonés y la Ribera del Órbigo, se redactó entre 1935 y 1936, aunque las obras se adjudicaron en 1945. El cierre de las compuertas para iniciar el embalsado comenzó en junio de 1951, y el proceso de llenado continuó hasta la inauguración oficial de la presa por el sátrapa en septiembre de 1956. La noticia salió en el NO-DO. Los habitantes de aquellos pueblos, (se estima que unos 1.100 ciudadanos), tuvieron que ser desalojados y reubicados, un proceso que se considera que estuvo marcado por el desarraigo y unas indemnizaciones consideradas insuficientes. Lo de siempre: "jodidos y agradecidos". Algunos de ellos se reubicaron en pueblos cercanos que se salvaron de la inundación o en otras partes de la provincia, mientras que otros emigraron a diferentes lugares de España o incluso de América. Aquellos pueblos desaparecidos tenían nombre: Arévalo, Campo de Luna, La Canela, Casasola, Cosera, Lagüelles, Láncara de Luna, Miñera, Mirantes de Luna, El Molinón, Oblanca, San Pedro de Luna, Santa Eulalia de las Manzanas, Trabanco, Truva y Ventas de Mayo. Todos con sus respectivas peculiaridades, aparecían entre las páginas de los 16 tomos del “Madoz” (entre 1845 y 1850).  Hoy todo está digitalizados y cualquier ciudadano puede tener acceso a su consulta. Otro día, con más tiempo, comentaré algo sobre los “villagodios” de don Niceto en el Bilbao de principios del siglo XX, cuando a un hijo de papá, al pobre “Marquesito” (ese era su apodo cuando todavía vivía su padre, José de Echevarría, marqués de Villagodio, que en 1892 había comprado 70 vacas a la ganadería del duque de Veragua y dos sementales), se le metió en la cabeza fundar una ganadería e incluso llegó a construir una plaza de toros en el bilbaíno barrio de Indauchu para que los lugareños disfrutasen de la bravura de sus reses. Desgraciadamente para él, ya en la inauguración de la plaza, se vio que sus toros eran  mansos y sin casta ni trapío. El público, enojado, arrojó almohadillas y otros objetos a la arena y abandonó las gradas. Los sueños de gloria de aquel niñato se desvanecieron y, a partir de ese espantoso y ridículo episodio, se habló de la ‘ganadería del Marquesito’ como la de “los toros que sólo servían para carne”. Pero, en contrapartida, parece ser que los chuletones de aquellos novillos, los famosos “villagodios”, si eran de excelente calidad. No hay mal que por bien no venga.

 

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