jueves, 1 de abril de 2010

Entre el fervorín y la lujuria

Yo abrigaba la idea de que los atracadores, cuando se acercaban pistola en mano a los bancos, a las farmacias, o a los estancos, lo hacían con la intención de llevarse el mayor alijo posible de dinero de la caja registradora. Parecido a lo que intentó transmitirnos Eloy de la Iglesia con su película “La estanquera de Vallecas”, considerando todas sus variantes. Lo que ya no parece normal, supongo, es que un tipo de 43 años haya atracado diez oficinas de farmacia en Madrid para conseguir todas las cajas de "pastillas azules" disponibles en sus estanterías. Definitivamente, a los españoles se nos va el tarro. O nos entra un raro fervorín contemplando el paso de peanas procesiones entre el retumbar de tambores por callejuelas de difícil tránsito, o nos decidimos por poner manos arriba a los mancebos de botica a fin de conseguir grageas de sildenafilo y mantener el miembro viril en posición de presenten armas. El fervorín y la lujuria, si me apuran, tienen algo en común: el celo sumo con que se hace algo. Cuentan quienes lo saben que el acendrado fervor puede derivar hasta el éxtasis, como parece que sobrevino en el caso de Teresa de Cepeda; y que, cuando se va de meretrices, lo conspicuo surge en los preámbulos. Pero, claro, el fervor, cuando es entendido como estremecimiento profundo del espíritu, puede abrir a los creyentes las puertas del Edén; y los atracos a farmacias para acaparar al por mayor y por la brava un determinado fármaco sólo sirven para conducir a su autor directamente a la jaula. En eso gravita la diferencia.

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