Un anteproyecto de la Ley del Poder Judicial
pretende suprimir la figura de juez de paz, cuya Ley Orgánica 6/1985, de 1 de
julio, regulaba sus funciones. Los jueces de paz en los pueblos pequeños solían
resolver conflictos de poco calado entre vecinos. De tan poco calado que, como
decía La Codorniz
en su sección “La cárcel de papel”, “al
ser considerados delitos de menor cuantía, no es necesario que pasen a la
jurisdicción de más altos y severos organismos”. En fin, los jueces de paz se
habían convertido en “corresponsales” de los juzgados en aldeas y pueblos. Y a
éste juez de paz le derivaban desde los juzgados existentes en las cabezas de Partido
papeles de la más diversa índole para que los firmase aquel vecino cuya
presencia se requería en los juzgados de instrucción, con señalamiento de día y
hora, en calidad de testigo, demandado, etcétera. Si el asunto era más serio no
aparecía por su casa el juez de paz sino la pareja de la Guardia Civil con el acharolado
barbuquejo caído sobre la barbilla, que se encargaba de conducirle hasta el
juez instructor debidamente esposado. Yo he visto a un juez de paz, en su
exceso de celo, transportar el cadáver de un fallecido en carretera hasta la
losa de las autopsias del cementerio en un carretillo de albañilería una vez
que se había autorizado su levantamiento. Hombre, para esas cosas no está un
juez de paz, de la misma manera que un presidente de comunidad de vecinos no
están en el cargo para reponer las bombillas fundidas de los rellanos. Pues
bien, esas corresponsalías, como era la que ostentaba el juez de paz, también
las tenían las diversas entidades bancarias establecidas en las cabeceras de
comarca. En todos los pueblos, por pequeños que fuesen, había un señor de
bigote y con aspecto de haber hecho cursillos de Cristiandad que, además de
llevar las cuentas del Sindicato de Riegos, de la Hermandad de Labradores
y de ejercer de barbero y sangrador cuando su tiempo libre se lo permitía,
llamaba a las aldabas de las puertas de los vecinos para cobrarles la letra del
Banesto o del Hispamer, por la compra de un tractor en la FIMA, o de un televisor de 19 pulgadas que habían
adquirido en cómodos plazos para ver Bonanza, los partidos de fútbol y los
telediarios. Pero, todo sea dicho, el juez de paz era un hombre de honestidad
demostrada; que, junto al alcalde y el sargento de la Guardia Civil presidía las
procesiones y los actos oficiales en las fiestas patronales, adonde acudía
provisto de bastón de mando como símbolo de poder. El bastón de mando no es un
adorno. Es una insignia que nadie, ni alcalde ni juez de paz, deben entregar al
primer personaje relevante que llega a su pueblo en visita oficial. En suma,
Ruiz-Gallardón desea terminar con la figura del juez de paz no sé si por
ahorrar gastos judiciales o por haber quedado obsoleta. Es lo justo.
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