Me entero de que han robado la
estatua que Gustavo Adolfo Bécquer tenía junto a los restos del castillo de
Trasmoz, una estatua de dos metros de altura y trescientos kilos de peso
fundida en bronce, obra de Luigi Maráez y a la que se le atribuye un valor de
20.000 euros. Se colocó en 2008 con
motivo del VII Festival Internacional de Poesía Moncayo. Qué quieren que les
diga. Sólo a un insensato se le ocurre colocar en un otero y junto a los restos
de un castillo que no está custodiado por nadie semejante atractivo para los
amigos de lo ajeno. Ya de paso, los ladrones arramplaron también con una placa
de ese mismo material que habían colocado a la entrada del cementerio. En ese
pueblo, para el que no lo recuerde, estuvo secuestrado durante un tiempo el
padre de Julio Iglesias hasta su rescate. Dice la prensa local que precisamente
este año se iba a conmemorar el sexquicentenario de la estancia de los hermanos
Bécquer, acompañados de sus hijos, excepto Emilín, en el Monasterio de Veruela,
adonde habían llegado en diciembre de 1863, tal vez por consejo de su médico en
Madrid, el padre de Casta, que era de Pozalmuro. Es curioso: la zona está
gafada. Un año antes de la colocación de la estatua, en agosto de 2007, la
caída de un árbol provocó el derribo de parte de la
Cruz Negra, realizada en mármol de Trasmoz
durante el abaciado de Carlos Cerdán, en la segunda mitad del siglo XVI. Allí,
en sus escalerillas de la Cruz,
se partió el labio Julia Domínguez, hija de Valeriano, cuando sólo contaba
cinco o seis años de edad. Se lo recordaba ella misma, ya viejecita, a un
redactor de Blanco y Negro el 16 de
febrero de 1936, en el ejemplar que la revista de los Luca de Tena dedicó a
Gustavo Adolfo con motivo del centenario de su nacimiento. Conservo como un tesoro
ese ejemplar, en el que Julia, sentada en un sillón de mimbre, desgrana
recuerdos de su tío en el modesto piso de un Madrid irrespirable manejado por
las chekas y casi al borde de la Guerra
Civil. Murió en Madrid dos años más tarde, a los setenta y ocho, entre una lluvia de bombardeos. Conservó esa cicatriz toda su vida. También
guardo el suplemento de Gente Menuda de aquella semana de febrero de aquel
maldito bisiesto (revista y suplemento se adquirían entonces en los quioscos
los domingo), donde aparecía en portada una niña sujetando a dos perros
mastines, uno a cada lado de ella. Y en la última página, en la “página de los
lectores”, el entrañable dibujo de dos cabezas de cerditos, firmado por María Luisa Iguelmo, once años, Teruel. No sé
por qué he comenzado escribiendo sobre el robo de la estatua de Gustavo Adolfo
en Trasmoz y he terminado derrumbándome en la melancolía. A veces pasa.
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