Solía contar Amando de Miguel que
el secreto de que la Iglesia Católica
permanezca después de dos milenios se debía al celibato, que impide ceder el
cargo de padres a hijos. Por otro lado, como recordaba Josep-Vicent Marqués en
un artículo publicado en El País en los años 80, “si todos los sacerdotes son
célibes por obligación, todos son presuntamente heretosexuales” y nunca, por
tanto, se cuestionaba su hombría, de la misma manera que a todos los reclutas y
soldados de mi época “el valor se les suponía”, como constaba en la “verde”. Pero la presunción, que yo sepa, no es cosa
distinta al hecho de presumir. Se da presunción de inocencia por parte de la Ley cuando no existe prueba en
contrario. En España, mientras no esté probado otra cosa en los Tribunales de
Justicia, todos los ciudadanos somos presuntos inocentes, por mucho que las
presunciones de culpabilidad, sobre todo en la clase política, hayan adquirido
rango de notoriedad. “El dinero público no es de nadie”, se atrevió a decir a
los medios una ministra
sin que fuese cesada de inmediato por el presidente del Gobierno. Son tan
habituales ya las presunciones de culpabilidad a la hora de las corruptelas y
de meter mano en el cajón del dinero
público que no nos causa abatimiento. Y alguno de esos defraudadores, y estoy
pensando en uno de Valencia amante de los crucifijos, que todavía pretende ser
indultado por el Consejo de Ministros. ¡Qué sinvergüenza! Pero el celibato, y a
eso iba, es algo que no sucede con los reinos, donde al monarca, tras su muerte
o abdicación, es sucedido en esa alta función de Estado uno de sus hijos de
forma automática; y si éste fuese menor de edad, el país quedaría en manos de
la regencia, representada en la persona de su madre. Un ejemplo práctico: si
Felipe de Borbón ya reinase con el nombre de Felipe VI y, Dios no lo quiera,
falleciese en accidente aéreo, al ser menor de edad su hija Leonor, Letizia
Ortiz Rocasolano se convertiría en regente de España hasta esa mayoría de edad.
Y a mí, señores, dicho sea con los mayores respetos, esa idea no me gusta nada.
La obligación principal de la consorte del rey, o del consorte de la reina, es
tener hijos para que la dinastía continúe. Justo lo contrario sucede con la
jerarquía católica. El caso de Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena puede
servir de ejemplo de lo que nunca debió ser. Y menos aún la restauración
borbónica en el caso de su padre. Juan Prim murió convencido de que la Casa de Borbón nunca más
volvería reinar en España tras la expulsión de Isabel II en 1868. Pero se
equivocó con la “importación” de un italiano, hijo segundo de Víctor Manuel II,
al que por horas no llegó a ver reinar, ya que desembarcó en el puerto de
Cartagena el mismo día de su muerte (30 de diciembre de 1870), y que duró en el
Trono poco más de dos años, es decir, más o menos el tiempo que reinó su nieto
Aimón, en Croacia (1941-43) con el nombre de Tomislav II. Ahora una periodista
afecta al Opus Dei –no daré su nombre aunque me aspen- saca a la luz un libro
editado por Planeta donde intenta relacionar a Juan Carlos I con Alfonso Armada en los días previos al 23 de febrero
de 1981. Y, ¡qué casualidad!, el libro aparece una vez fallecido Adolfo Suárez.
Ningún ciudadano serio dará crédito a esas gratuitas “afirmaciones”, pero el
libro se venderá como rosquillas. No cabe duda de que se haría la luz sobre
muchas dudas si los documentos sobre el intento de golpe de Estado se
desclasificaran ya, sin tener que esperar 50 años, aunque sólo fuese por
conocer la trama civil que cooperó con aquel acto insensato. Tampoco parece que
guste a buena parte de la ciudadanía la decisión del Gobierno de aforar a la Reina y a los Príncipes de
Asturias, por constituir una regresión democrática. Poner la venda antes de que
se produzca la herida no trae cuenta. Y eso, tanto Mariano Rajoy como el
ministro Ruiz-Gallardón debería saberlo, salvo que estemos gobernados por unos
pardillos que sólo saben dar palos de ciego.
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