Me entero de que el último cine
que quedaba en Calatayud, compuesto por tres salas, desaparece como el polvillo
de mariposa. Calatayud se queda sin cines como antes se quedó sin azucarera,
sin el café El Pavón, sin la pista de autobuses cercana a la
Plaza El Fuerte, sin el mercado de la plaza
del Ayuntamiento y sin la Academia Hispania,
aquella academia de don Bruno que a tantos chavales desasnó y sacó adelante.
Todo tiene su fin. Calatayud merecería mejor suerte. Una tarde fría de mediados
de diciembre, en la que esperaba a que mi hijo saliera de la UNED, quise volver a ver la fachada de la Academia Hispania.
Don Bruno tenía aspecto de revisor del convoy Ómnibus Arcos. Había ideado algo para
conocer si algún alumno faltaba a clase. Eran unas cartulinas en las que
constaban todos los días del mes. Cada día, al llegar a la academia, el
educando enseñaba su cartulina marrón del tamaño de una octavilla y, entonces,
don Bruno sacaba de un bolsillo del pantalón una tenacilla como las de picar
billetes. Con ella taladraba la fecha por la parte de arriba. Y a la salida de
clase, por la parte de abajo. Aquel taladro producía unos huecos diminutos en
forma de trébol. Pero, como decía, la Academia Hispania
ya no existía cuando quise volverla a ver. En su lugar se erguía una casa de
nueva planta. Aquella callejuela se
llamaba, creo recordar, calle del Teatro y oí contar a don Bruno que hace
muchas décadas allí existió un crimen durante las fiestas de Carnaval. Ahora
quitan el último cine, que permitía soñar durante un par de horas con
proyecciones como Mi Fair Lady, El Gatopardo, El ultimo tren a Gun Hill y
todas las películas de mi mocedad, también perdida para siempre. Nos hemos
convertido en marineros varados en tierra y ya no nos da ni para comer
chanquetes. Decía Alexis Carrel que “vivimos muriendo, que un viejo no se
improvisa, se hace desde siempre”. La crisis se ha instalado en la ciudadanía
como si fuese el bacilo de Cock. Ya no llega el sueldo ni para soñar mirando
una pantalla en la misma progresión con la que se amortizan los sueños a fuerza
de no consumarlos. Menos mal que nadie podrá quitarnos los recuerdos.
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