Rebuscando en La Comarca de Calatayud, como si husmease en los
cubos de basura en busca de algo que poder llevarme a la boca, me he topado con
una historia preciosa, “Idas y venidas”,
firmada por Francisco Tobajas Gallego.
Extraigo un párrafo:
“Para la feria de Calatayud ponían un tren especial con más vagones de
lo habitual. Mi abuelo no faltaba ningún año a la corrida de toros. Se iba en
el primer tren de la mañana y volvía en el último de la tarde. Cuando mi abuelo
iba a Calatayud, siempre comía en Rogelio. La gente iba a las ferias, donde los
tratantes compraban y vendían mulos y machos, a los autos de choque, al paseo,
a la tómbola de caridad, a la plaza de los ajos, a la corrida de toros y al
empastre, al que dejaban entrar a partir de los siete años. Todos los años
salía el bombero torero y la banda del empastre. Los toreros eran muy malos.
Recuerdo que un año el estoque le salió al toro por un costado, lo que provocó
pitos y fueras del público. De vez en cuando pasaba un hombre ofreciendo
refrescos en un cubo de cinc. Después del empastre se iba a la feria, a
montarnos en los tiovivos y en los autos de choque. En la feria vendían
manzanas de caramelo, coco natural, algodón dulce y churros. Al final de la
tarde toda la gente se volvía a encontrar en la estación, esperando al último
tren. Recuerdo que un año mi padre me compró en el quiosco de la estación un
cuento que todavía conservo. Se titulaba Lunarcito y a mí me gustaba mucho. Era la historia de un gato
que se iba de casa y vendía su cola a un perro, que la colocaba como bandera en
el tejado de su casa de madera. Una historia verdaderamente original. Además
tenía unos dibujos preciosos. Todavía lo conservo, con algunas hojas rayadas y
rotas. Siempre me ha gustado guardar celosamente mis cuentos y mis tebeos,
empresa harto difícil cuando se tienen más hermanos pequeños. Y entonces todo
es de todos”.
Ahora que se acercan a toda prisa las fiestas en honor de la Virgen de la Peña, la lectura del relato
de Francisco Tobajas me ha retrotraído a mi infancia de pantalón corto, al tren
ómnibus Arcos, que no podíamos perder
si queríamos llegar a casa antes de que acabase el día. Las fiestas de
Calatayud eran más que unas fiestas. Se decía que después de ellas cambiaba el
tiempo, que se hacía más otoñal y ya había que ir haciendo acopio de cuadernos
y libros de estudio del siguiente curso. De la misma manera, Calatayud perdía
bulla y en Confecciones Gallego
aparecían las madres con sus hijos para proveerles de la necesaria ropa de
abrigo. Más tarde, a la espera de la salida del autobús de línea de la Empresa Olivar, o del último
convoy con vagones de madera y balconcillo, aún quedaba tiempo para tomar un
café con leche y unos bizcochos de suela en El
Pavón, que era mucho más que un café. En El Pavón se cerraban negocios, se podía charlar con el camarero Mingote y con el limpia El Chava, que lo sabía todo sobre la
ciudad, casi tanto como el cronista oficial Pedro Montón Puerto, mi gran amigo muerto, ay, con el que intercambié
correspondencia de amistad hasta pocos días antes de su final, en 1982. Dice
Francisco Tobajas que “en la feria vendían manzanas de caramelo, coco natural,
algodón dulce y churros”. De todos aquellos recuerdos de impúber al que le
gustaba leer Lunarcito ya sólo queda
el esplín de papeles que se han quedado de color sepia y de la inocencia
perdida. Calatayud era más que una ciudad. Calatayud era una caja de Pandora
que cada vez que se abría enseñaba nuevos decorados, como los circos de tres
pistas donde un domador enano usaba la tralla de arreo contra unos gatos con muy mala leche. Y Calatayud sigue sorprendiendo todavía, como sorprende al caminante una nube volandera sobre el cerro de
Bámbola en la luz crepuscular.
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