El verano declina lentamente, los páramos amarillean, los
días se acortan dos minutos diarios y las aves calientan sus alas para tenerlas a punto al inicio de sus viajes migratorios.
De la misma manera, acontece que algunos mendigos que rondan las parroquias a
la hora de los oficios desaparecen para siempre. Nunca vuelvo a saber qué habrá
sido de ellos; si habrán cambiado de zona, o estarán durmiendo el sueño eterno,
impregnados en formol y a la espera de ser diseccionados por los estudiantes de
Medicina. A los pocos días aparece otro mendigo para cubrir esa vacante. En el
mundo de la indigencia también existen los escalafones y las antigüedades.
Aquel que se cree con mayor derecho, se pone a la puerta del templo y saluda a
los parroquianos que van entrando con la dignidad de un portero de hotel. Y a la caída de la noche se
hace fuerte en un cajero automático y espera a la madrugada, que es cuando
aparece una furgoneta de Cruz Roja
con un termo de café o caldo caliente. Y así todos los días, hasta que dejo de
verlo. Entonces aparecerán otros vagabundos para tomar el relevo de los
“desaparecidos” de la noche a la mañana. Hay situaciones de la vida que no
requieren de concurso oposición para cubrir a los ausentes. Son personas
desarraigadas, pero no más tontos que Abundio,
que pasado mañana es su onomástica;
ni más desgraciados que el Pupas,
que se cayó de espaldas y se partió la picha Detrás de todos ellos hay un vida llena de
desamor y de soledad no deseada. Si a alguno de ellos le preguntas el por qué
de su situación, lo más fácil es que te conteste que “son cosas de la vida”. No
necesitan de censos municipales ni de empadronamientos. Son visibles pero no
constan. Saben que nada resulta duradero. Y el problema de su existencia no lo
arregla ni una varita mágica ni una vara de mando. Sólo el paso del tiempo,
embriagador y recurrente, que todo lo devora.
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