Una
noche de canícula Miguelito Laredo,
alias Camagüey, regresaba desde
Zaragoza en el ómnibus Arcos. Como
era su pernicioso hábito, anduvo para atrás dentro de los vagones hasta dar con
el balconcillo de cola. Allí esperó en plena oscuridad a que don Secundino Cojoncio Sánchez, alias Fosglutén, que ejercía de factor de
noche de forma provisional, diera la salida al convoy. Cuando estuvo próximo a
aquellas señoras oprimidas hasta el agobio en el único banco del andén,
Miguelito Laredo, alias Camagüey, se tiró en marcha con indumentaria de
malandrín y el regocijo del cuatrero al alcanzar la última frontera. Al
cronista le viene ahora a la memoria una disertación del presidente Roosevelt donde también platicaba sobre
la última frontera, en clara referencia a la Gran
Depresión del 29.
Eso de las asociaciones de ideas embotan el ritmo del relato, pero el cronista
vive de contar lo que sucede, aunque no cobre por ello. Don Secundino, alias
Fosglutén, doblaba turno y hacía funciones de factor de noche al haberse
indispuesto el titular comiendo caracoles de cementerio. Y como un resorte
salió tras Miguelito Laredo, alias Camagüey, banderín en mano dispuesto a
romperle la crisma, con la mala fortuna de terminar hocicando en una señal de
enclavamiento. Se le quebró el peroné. Las comadres, entre la modorra de las
calores, el estupor y las disonantes carcajadas, pidieron a un zagal que
trepaba por las acacias escudriñando nidos de jilgueros que partiese veloz en
busca de Atilano Pimentel. Dieron
por hecho que lo encontraría sentado en la plaza, o tomando un refresco en el Café Suspiros de España. Al cronista le
consta que aquellas chismosas comadres no precisaban disponer de localizador
GPS para ubicar a cada vecino en cada instante. Tampoco se había
inventado. Pero el arrapiezo hizo oídos sordos a las peticiones de las
alcahuetas. Don Secundino Cojoncio Sánchez, alias Fosglutén, había aterrizado
como un sapo y se eternizaba demolido en el suelo cerca del balasto de las
vías. Berreaba como si se hubiese atrapado la minga con la portezuela de una
camioneta. --¡Ay mi pierna!”, “¡ay mi perna!”--. Al escuchar bulla se acercaron
hasta el magullado ferroviario la pareja de guardias civiles que hasta entonces
estaba apoyada en la lampistería observando el fulgor de un gusano de luz. No
les quedaba otra que tantear el modo de poner remedio a tan grotesco
espectáculo. Los guardias civiles especularon sobre cómo deberían
aplicarle un torniquete de Petit, pero ninguno de los que ya formaban corrillo
supiese de qué se trataba el remiendo. Con la ayuda del farol de maniobras pudieron
comprobar ausencia de sangre. Ante tal
evidencia, los guardias civiles desecharon el milagroso remedio torero que les
habían enseñado cuando pasaron por la academia de Valdemoro. El guardagujas,
que echó a correr en busca de ayuda, ya regresaba desde el pueblo dando
comparsa a Atilano Pimentel. Las correveidiles estiraban la cerviz desde el
asiento sin alzar los panderos y se aventaban con los pericos de forma
compulsiva entre jadeos de calor, una rara excitación y los trenzados rasantes
de los murciélagos orejudos en su caza de insectos. Atilano Pimentel, tanteaba
a ciegas un suelo preñado de abrojos en la cerrazón de la noche. Localizó unas
tablillas de la misma medida de un tabal de sardinas en salazón y encofró con
aseo la zanca de don Secundino, alias Fosglutén, alumbrado por la lucerna, que
el guardagujas ya había cambiado para tal menester la posición de luz verde sobre
la llama de la mecha por la posición del cristal incoloro. Los guardias
civiles, una vez que comprobaron la solución del incidente, bromearon con Miguelito Laredo, alias
Camagüey, que portaba aquella noche al cinto un revólver detonador “Jeyper”,
marca creada por el empresario de los “Juegos Reunidos” en los tiempos
de la puericia del cronista, ignorante entonces, y también ahora, de si se
trataría del industrial valenciano Antonio
Pérez Sánchez, que además de arruinarse en 1986 engendró el muñeco
articulado Jeyperman, o de alguno de
sus parientes pobres.
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