Si algo me molesta es dirigirle la palabra a un tipo que
lleva el mondadientes en la boca. Decía Julio Camba: “Yo creo que el español
concibe mejor el palillo de dientes sin comida que la comida sin palillo de
dientes. Poniéndose a hurgar y hurgar con un palillo de dientes en la
dentadura, malo será que al fin y a la postre no se acabe por pescar algo. Por
lo menos se mastica, se estimula la salivación, se entretiene el hambre y se
cubren las apariencias. En cambio, si después de comer no puede uno relamerse
un poco delante de los amigos, ¿de qué servirá el haber comido?”. Cierto. El
palillo de dientes entre los labios es equivalente a las migas que se ponían en
la barba, como se cuenta en El lazarillo
de Tormes, aquellos fingidos
hidalgos tan abundantes en la
España de los siglos XVI y XVII que, para aparentar honra y
riqueza, salían a la calle con la figura erguida, las ropas con remiendos
disimulados y migas de pan en la barba para hacer creer que habían comido.
Comer mal o bien es lo de menos. Aunque yo sea un detractor del mondadientes,
reconozco que para mucha gente lo importante es llevar el palillo entre los
dientes, sea plano o redondo, y moverlo de un lado al otro de la comisura de
los labios con maestría de trilero. Además de la sal, es lo único que se pone
gratis el restaurante a los comensales.
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