En “La Comarca de Calatayud”
leo una entrevista que Óscar F. Civieta
de eldiario.es le hizo a Purificación Lapeña el pasado 23 de
junio. Esa señora le cuenta al periodista que su abuelo y su tío fueron fusilados
en los días posteriores al golpe de Estado de 1936 con 44 y 39 años
respectivamente. Sospecha que pueden estar enterrados en Cuelgamuros desde
1959, ya que -según comenta- “aquel año
en Calatayud desenterraron 80 restos mortales en 9 cajas sin permiso expreso ni
tácito de sus familiares”. Y ahora, pese a mil impedimentos oficiales, desea
que los huesos de su abuelo y los de su tío regresen. En un momento de aquella
entrevista cuenta Purificación Lapeña que “cuando llegó el golpe de Estado del
36, el cura del pueblo [Villarroya de la Sierra] elaboró una lista de personas con ideas
distintas”. Distintas a las de los golpistas, se entiende. Y ahí es donde deseo
hacer una precisión. Me contaba un anciano de uno pueblo cercano a Villarroya
de la Sierra
que por entonces todos los párrocos de la Diócesis de Tarazona confeccionaban listas. Tanto
es así que hebdomadariamente hacía un “recorrido” por aquellos lugares una
camioneta con falangistas de la peor calaña dispuestos a ir casa por casa para
llevarse a “dar un paseo” a
aquellos paisanos que constaban en las
macabras nóminas de los ecónomos. A algunos de ellos no los encontraban, por
haberse escondido temiendo lo peor. Sobre ese particular sabe mucho Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza. Y según me contó aquel
anciano, el párroco de aquel pueblo cercano a Calatayud calmaba a los vecinos
alineados con el golpismo con las siguientes palabras: “No importa, a esos los
dejamos para la próxima vuelta”. Quería decir para la siguiente semana, si es
que aparecían por el pueblo. Aquel cura, que
curiosamente nunca permitió que su ropa recién lavada fuese tendida al
sol en la misma cuerda que la de su casera, murió el 22 de julio de 1955 a los 74 años de edad.
Recibió, a mi entender, más honores de los merecidos, ya que su hermano, además
de arzobispo, fue procurador en Cortes
en las ocho primeras legislaturas del franquismo y Comisario General Apostólico
de la Bula de la Santa Cruzada. En 1937 había firmado la denominada Pastoral
de la Cruzada
con el fin de dar autoridad moral a los sublevados, y en 1952 presidió en
Barcelona el XXXV Congreso Eucarístico
Internacional. No pronunciaré su nombre, pero ya saben: blanco y en
botella.
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