sábado, 24 de febrero de 2018

Bohórquez siempre me sorprende




Manuel Bohórquez me sorprende hoy con su artículo “Un bautizo de gitanos” en El Correo de Andalucía. Yo no sé de dónde saca su sabiduría. En su artículo de hoy, digo, hace referencia a una creencia extendida: los gitanos de la Cava de Triana no dejaban entrar a los gachés (payos) en sus fiestas porque eran muy celosos de su intimidad y de sus costumbres. Pero hubo una excepción, la de Juan Rodríguez, alias El Gallego,  compadre de Antonio Ortega Heredia, alias El Fillo, tuerto y azabachado. Según Bohórquez, Juan Rodríguez era generoso y hospitalario. “Si sería así, -mantiene Bohórquez- que un día invitó al célebre periodista Modesto Lafuente Zammalloa, que estaba por Sevilla en abril de 1841, para que asistiera al bautizo de uno de los miembros de su numerosa prole. Y  Modesto y su lugarteniente Tirabeque atravesaron el puente de barcas (entonces no existía el Puente de Isabel II) y se plantaron Triana, donde vivía Antonio Ortega. Ocho años atrás había muerto Pedro Lacambra, el famoso contrabandista que tuvo su mesón y fonda en la calle Santo Domingo, hoy San Jacinto, que organizaba fiestas flamencas casi todas las semanas para vender carne y marisco. Modesto Lafuente no solo aceptó la invitación de El Gallego, sino que publicó un espléndido reportaje el 21 de abril de 1841 en El Constitucional, con el epígrafe “Un bautizo de gitanos”. (…) Según Bohórquez, gracias a ese reportaje,  Serafín Estébanez Calderón publicó meses más tarde su “Baile en Triana”, también en prensa, por rivalizar con Lafuente. Todo ello me ha dado pie para que recuerde la figura de Serafín Estébanez Calderón, nacido en Málaga en 1799 y que se dedicó, entre otras muchas cosas, a practicar la escritura de estilo costumbrista al modo que lo hiciesen Larra y Mesonero Romanos. Sus “Escenas andaluzas” (1847) dejan boquiabierto al más pintado. En uno de sus episodios, “Asamblea general” narra una juerga flamenca en Triana donde no podía faltar la gastronomía:

“A este costado se levantaba, como el balerío de las baterías de Matagorda, la pirámide de melones de Copero y sandías de Quijano; estas derramando púrpura, y almíbar destilando aquellos. Al otro, resplandecían en anchas canastas de caña y sauce altos montes de naranjas de los Remedios y Ranillas, o perfumaban el aire las limas acimbogas, cidras y limones, mientras que en azafates de juncos, diestramente pintados y aunados los colores, se dejaban ver la guinda y garrafales de la Serranía, los damascos y albarillos de Aracena, las cermeñas y perillas de olor y la damascena, la claudia, la zaragozí, la imperial y los cascabelillos de los jardines y vergeles del paraíso de Andalucía. Los confites, alegrías, roscos y polvorones de Morón se mostraban en un casillero muy pintado y adornado con papel de colores, brindando con cien géneros de frutas bañadas y garapiñadas, formando pareja con mucha especie de turrón de diversas castas y traza distinta, y con malcocha, mostachón, almendrados, melindres y merengues. La alcorza, el alajú y alfajor, entre pañizuelos blancos y en canastillos muy lindos, provocaban mucho el gusto por su golosa apariencia…”. (…)  “En este género era de contemplar también y muy de ver, grueso pertrecho de azúcar rosada que se ofrecía por todas partes bajo la varia forma y nomenclatura de hielos, panales, bolados y azucarillos, que hacían mejor todavía y recomendaban más el agua cristalina pura y delgadísima de Tomares que se refrescaba al oreo del aire en los búcaros y alcarrazas, o que se ofrecía en el lujoso aparato de dos o tres aguaduchos que, ya iluminados y resplandecientes…”.

El azúcar es nombre común de género masculino. Nunca entendí la razón por la que se le adjetivaba en femenino. Un ejemplo, aquel "azúcar blanquilla", como inexplicablemente comercializaban las azucareras españolas su producto terminado. El azúcar rosada, o azúcar rosado, según acepción del Diccionario de la RAE, edición de 1822,  “es la que cocida hasta el punto de caramelo se la añade un poco de zumo de limón y queda esponjada a manera de panal, y sirve para refrescar con agua”. En realidad  no es “punto de caramelo” sino que se emplea “punto de pluma o gran pluma” (uno de los estados del azúcar fundido) y debe su nombre al empleo de agua de rosas como aromatizante y no al color, que suele ser blanco o muy ligeramente tostado. Añadiendo colorante negro de humo se obtiene el “carbón dulce” típico de la víspera de la Epifanía. En forma de bastoncillo y bajo el nombre de “azucarillo” se tomaba en Madrid con agua y aguardiente de anís, como en la zarzuela en un acto “Agua, azucarillos y aguardiente”, con libreto de Miguel Ramos Carrión y música de Federico Chueca, estrenada en 1897.  La  acción  se desarrolla en Madrid en pleno verano en un aguaducho, que era como se denominaba entonces al puesto callejero en el que se servía  agua y bebidas refrescantes.

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