El patrimonio emocional de los pueblos
de España es algo que no está suficientemente catalogado en esos libritos que
venden en las tiendas de souvenirs ni
regalan en las oficinas de Turismo de los lugares más visitados. ¿Cuál es
patrimonio emocional de Ávila? ¿ Y de Toledo? ¿Y de Segovia?... Nadie lo sabe. De momento sólo se conoce el
patrimonio emocional de Sevilla. Lo tiene reflejado Antonio Burgos en sus artículos del ABC, como los tuvo reflejados en su día José María Pemán, tan empeñado en hacer franquista a Manuel de Falla. Al margen de las
ideologías, que esa es harina de otro costal, lo cierto es que la expresión de lo
inefable, como es la poesía, la música, el olor de una fragancia o, en este
caso, el patrimonio emocional de los pueblos, son todos ellos difíciles de
transmitir sin dejarnos algo en el tintero. Recuerdo algunas “Terceras” de Pemán en el diario de los Luca de Tena capaces de dejarme
pensativo toda una tarde. Algo parecido me sucedía con Manuel Halcón, Alonso
Zamora Vicente, Manuel Alcántara o
Antonio Díaz Cañabate. Hoy. Antonio
Burgos, en “Sevilla, una emoción”, apunta detalles que sólo los comprende el que
conoce su terruño: “La bofetada de olor a dama de noche cuando sales ya puesto
el sol después de un día de infinita calor, una vez que con la mareíta del
atardecer ha refrescado algo”. (…) “Las monjas asomadas tras la celosía del
convento de la Encarnación viendo a la Virgen
de los Reyes y la campana de su espadaña volteando en un repique que
desafía a la Giralda”. (…) “El silencio de la plaza del Arenal una tarde de
cabales, sin farolillos, donde para ver hay que callarse”… Cierto, a veces para ver hay que callarse.
Con la bulla no se ve nada porque ciertas cosas, como la emoción, necesitan el
pleonasmo del silencio mudo para poder ser palpadas, como la última flor del
almendro, o el rastro de incienso y esos trozos de misterio que deja el paso de
una procesión por una estrecha callejuela con sonidos negros de campanilla de torrecilla
de monasterio, dócilmente repicando.
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