Hoy, hace 182 años, nació en la calle Conde
de Barajas, de Sevilla, el poeta del amor y del dolor. El diario El País me alegra la mañana con una
lacónica entrevista que Juan Cruz hace
a Juan
José Millás en el Ateneo de Madrid a propósito de su último libro, “Que nadie duerma” (Alfaguara). Millás
es un hombre sorprendente. Dice que el despacho de Manuel Azaña pone los pelos de punta. Y cuenta que su último trabajo
“es un delirio dentro del delirio. La
mujer protagonista de la novela se hace taxista por amor; se enamora de un
hombre al que ha visto una sola vez, y cree que haciéndose taxista alguna vez
él la parará desde una esquina”. También hoy, en el mismo diario, aparece un
artículo de Millás, “Sentimiento de culpa”,
con un final incierto. “Un amigo mío –cuenta Millás- salió del médico con un
envase de plástico esterilizado en el que tenía que hacer el primer pis de la
mañana. Me telefoneó desde el coche para preguntar si el primer pis de la
mañana era el de las seis o el de las ocho. Opiné que el de las seis y ahí
quedó la cosa. Esto fue un miércoles por la tarde. A primera hora del jueves,
mi amigo murió de un infarto. Me acerqué a su casa para dar apoyo a la viuda y
al cabo de un rato tuve la necesidad de ir al baño. Entonces vi sobre el lavabo
el frasco esterilizado con el primer pis de la mañana de mi amigo…”. Le contó
la viuda que su marido se había muerto al agacharse en la cocina para recoger
una bolsita de té verde que se le había caído al suelo. Le dijo que el frasco
con la orina lo tenía en el cuarto de baño. Al marcharse, la viuda le pidió a
Millás que le hiciera el favor de tirarlo en un contenedor. El caso es que Millás se lo llevó a casa y ahora no sabía qué
hacer con él. A mí se me ocurre que, por
ejemplo, podría derramar esa orina sobre
una maceta de geranios. Igual resultaba que el rojo de sus flores evolucionaba
hacia el índigo, hacia el amarillo, o vaya usted a saber. O, a una mala, entregarle el pequeño frasquito
con su contenido al deán del Cabildo de la Catedral de León, es decir, a don Antonio Trobajo Díaz. La Iglesia
Católica, que ya cuenta con portal online,
suele sacar siempre partido de aquello
que se le dona, sea un terreno, una casa solariega, un soto en el Parral, o la
herencia de una señorona soltera con sobrinos siesos maníos. Si a esa orina del
difunto se le añade algo de tintura roja, aquello puede convertirse en lo más
parecido a la sangre licuada de Ordoño II,
que combatió exitosamente contra los musulmanes y está enterrado en esa
Catedral, en la girola, tras el altar mayor. Una cosa así como sucede con la
sangre de san Genaro, que se
conserva en la catedral de Nápoles, o la de
san Pantaleón, contenida dentro de una ampolla depositada en el madrileño Real
Monasterio de la Encarnación, gobernado
por monjas agustinas recoletas, que fue extraída de otra más grande existente
en la Catedral de Ravello, en Italia. Como en la obra de Pirandello, así es (si así os parece), o sea.
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