Ahora me entero de que el Ratoncito Pérez son los padres. Por
eso, cuando acabo de perder una muela, nadie me ha puesto bajo la almohada un
regalo. Tampoco lo esperaba. Ya no tengo padres ni apoyo mi cabeza sobre
almohada de miraguano. De niño, los dientes se recogían en una cajita y se
guardaban en el fondo de un armario. De inmediato aparecía otro con raíces más
hondas para suplir el diente perdido. Hasta que un buen día descubrí que el
Ratoncito Pérez no existía y que nunca vivió en una caja de galletas Huntley en
la Confitería Prast, en el número 8
de la madrileña calle Arenal. Todo fue un cuento que Luis Coloma escribió para el futuro Alfonso XIII cuando era niño. Coloma, como digo, desarrolló un
relato de doce páginas en torno al rey Buby
I. Buby era el nombre familiar con el que María
Cristina de Habsburgo-Lorena, apodada como Doña Virtudes, entonces regente de
España, denominaba cariñosamente al hijo fruto de su tercer embarazo. Años más
tarde se opondría frontalmente a la aceptación por parte de su hijo del golpe
de Estado de Primo de Rivera, en
septiembre de 1923. Intuía que ello
perjudicaría a la Corona, como así fue con el posterior Pacto de San Sebastián (17
de agosto de 1930) promovido por la
Alianza Republicana. Llega un momento de la vida en el que dejamos de creer en
los Reyes Magos, en el Ratoncito Pérez, en los milagros atribuidos a los santos,
en las apariciones marianas y en los discursos rimbombantes de los políticos,
siempre ofreciendo puentes donde no hay ríos. Sí, el Ratoncito Pérez es un
relato; los Reyes Magos, una ilusión infantil; los milagros y las apariciones,
una cuestión de creencias religiosas; y los discursos políticos con
ofrecimientos imposibles, una señal evidente de que nos toman por tontos con
aquello del palo y la zanahoria.
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