domingo, 11 de febrero de 2018

Cosas irrecuperables





Fernando Sánchez Dragó, en su artículo “Borriquita como tú”, en El Mundo, a propósito del despropósito de Irene Montero al dar una patada al Diccionario de la RAE con su palabreja “portavoza” en un acto de Podemos en el madrileño Círculo de Bellas Artes, cuenta cuando el clérigo barcelonés Ramón Dou recibió en 1827 al Fernando VII en la hoy extinta universidad  de Cervera y le hizo los parabienes  con una frase que pasaría a los anales del servilismo: "Lejos de nosotros la funesta manía de pensar".  Pues bien, ahora se ha criticado a Irene Montero, como antes se criticó a Bibiana Aído y a Carmen Romero por dar sendas coces a la Lengua Española. Desdoblar el sustantivo en masculino y femenino sin venir a cuento va contra la economía del lenguaje cuando generan dificultades sintácticas y de concordancia. En España se habla mal porque se venden muchos libros pero se lee poco. El libro se ha convertido en un recurso cómodo a la hora de hacer un regalo de compromiso. Pero aquel que lo recibe, después de dar las gracias por el detalle, lo coloca en un estante y allí dormirá el sueño de los justos hasta la próxima reforma de la sala. Será entonces cuando desaparecerá para siempre de la vista del dueño de la casa y terminará, con un poco de suerte, en una librería de lance o en un mercadillo callejero tan virgen de lectura como el día en el que fue regalado. Algunos lo agradecemos cuando el libro nos interesa, más aún si lo podemos adquirir de baratillo por unas monedas. No importa que tenga polvo, que un pico del cartoné esté algo estropeado, o que su interior contenga una solemne o lacónica dedicatoria. Todo añade valor al ejemplar. Hace sólo unos días hacía alusión a un libro de “Leyendas” becquerianas en edición rústica que compré en uno de esos puestos ambulantes. Y comentaba, recuerdo, un escrito en su interior: “Esperando recuperar mis quince años. Navidad 1993”.  ¿Qué podía escribir un joven soñador que a los diez años ingresó en el sevillano colegio de San Telmo, donde se recogía a los huérfanos pobres pertenecientes a familias de noble extirpe?  No hay mal que por bien no venga. Al cerrar San Telmo en julio 1847, aquel huérfano (su madre había muerto en febrero de ese año) fue acogido por su madrina, Manuela Monnehay en la calle del Potro. Y en su casa pudo leer a Chateaubriand, Madame de Staël, Balzac, Byron, Musset, Lamartine, Víctor Hugo, Espronceda…,  hasta poner rumbo a  Madrid con los treinta duros que le había proporcionado el marido de su tía en el otoño de 1854 y poder pagar una destartalada pensión de la calle Hortaleza. En su equipaje de mano llevaba muchas ilusiones. Pero nunca pudo recuperar sus clases de pintura en el taller de Antonio Cabral Bejarano ni las miradas furtivas tras el visillo de la calle Velázquez, 8, que le lanzaba su adorada Julia Cabrera, la novia adolescente, cuando contaba quince años. Murió soltera en 1913. Hay cosas que nunca se recuperan, ni soñando.

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