Fernando
Sánchez Dragó,
en su artículo “Borriquita como tú”,
en El Mundo, a propósito del
despropósito de Irene Montero al dar
una patada al Diccionario de la RAE con su palabreja “portavoza” en un acto de Podemos en el madrileño Círculo de Bellas
Artes, cuenta cuando el clérigo barcelonés Ramón Dou recibió
en 1827 al Fernando VII en la hoy extinta universidad de Cervera y le hizo los parabienes con una frase que pasaría a los anales del
servilismo: "Lejos de nosotros la funesta manía de pensar". Pues bien, ahora se ha criticado a Irene
Montero, como antes se criticó a Bibiana
Aído y a Carmen Romero por dar sendas
coces a la Lengua Española. Desdoblar el sustantivo en masculino y femenino sin
venir a cuento va contra la economía del lenguaje cuando generan dificultades
sintácticas y de concordancia. En España se habla mal porque se venden muchos
libros pero se lee poco. El libro se ha convertido en un recurso cómodo a la
hora de hacer un regalo de compromiso. Pero aquel que lo recibe, después de dar
las gracias por el detalle, lo coloca en un estante y allí dormirá el sueño de
los justos hasta la próxima reforma de la sala. Será entonces cuando
desaparecerá para siempre de la vista del dueño de la casa y terminará, con un
poco de suerte, en una librería de lance o en un mercadillo callejero tan
virgen de lectura como el día en el que fue regalado. Algunos lo agradecemos
cuando el libro nos interesa, más aún si lo podemos adquirir de baratillo por
unas monedas. No importa que tenga polvo, que un pico del cartoné esté algo
estropeado, o que su interior contenga una solemne o lacónica dedicatoria. Todo
añade valor al ejemplar. Hace sólo unos días hacía alusión a un libro de “Leyendas” becquerianas en edición
rústica que compré en uno de esos puestos ambulantes. Y comentaba, recuerdo, un
escrito en su interior: “Esperando
recuperar mis quince años. Navidad 1993”.
¿Qué podía escribir un joven soñador que a los diez años ingresó en el
sevillano colegio de San Telmo, donde se recogía a los huérfanos pobres
pertenecientes a familias de noble extirpe? No hay mal que por bien no venga. Al cerrar
San Telmo en julio 1847, aquel huérfano (su madre había muerto en febrero de
ese año) fue acogido por su madrina, Manuela
Monnehay en la calle del Potro. Y en su casa pudo leer a Chateaubriand, Madame de Staël, Balzac,
Byron, Musset, Lamartine, Víctor Hugo, Espronceda…, hasta poner rumbo a Madrid con los treinta duros que le había
proporcionado el marido de su tía en el otoño de 1854 y poder pagar una
destartalada pensión de la calle Hortaleza. En su equipaje de mano llevaba
muchas ilusiones. Pero nunca pudo recuperar sus clases de pintura en el taller
de Antonio Cabral Bejarano ni las
miradas furtivas tras el visillo de la calle Velázquez, 8, que le lanzaba su
adorada Julia Cabrera, la novia
adolescente, cuando contaba quince años. Murió soltera en 1913. Hay cosas que
nunca se recuperan, ni soñando.
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