domingo, 27 de mayo de 2018

Mañana de domingo



Sol picajoso como de anuncio de tormenta. La Plaza de San Bruno rebosa bulla. En la placeta interior del Palacio Arzobispal, junto a la entrada al Museo Alma Máter (lo mejor que nos dejó el arzobispo Manuel Ureña antes de que fuese cesado por el Vaticano) hay un concierto a beneficio de Aspanoa donde se interpretan diversas partituras por la Unión Musical Almozara. Una pena que el público asistente no pida bises, como es habitual en estos casos. Como no los ha solicitado, me he quedado sin poder escuchar Sierra de Luna, que tanto me gusta. Y en la plaza hay títeres y mesas donde se ofrecen cachivaches, quincalla y libros usados. Y más musiquilla con Dixieland Blues Band, que no debe faltar en eventos de bodas y comuniones que se precien. Sólo tres músicos. Falta el trompetista porque horas antes se ha caído de la moto. Y en el Parque del Tío Jorge se ha decidido suspender la aplazada “cincomarzada” por estar la hierba encharcada por las tormentas de ayer. Los tenderetes de la Plaza de San Bruno, digo, me recuerdan aquellos domingos de mi infancia de pantalón corto en aquel pueblo con carretera, vías y paso a nivel con barreras, cuando María La Peseta sacaba a la plaza  una mesa de pino llena de golosinas, mixtos Garibaldi y cromos de El Coyote. Los pirulís eran rojos. También los martillos de caramelo con un celofán que costaba despegar y que en vez de palo llevaban una flauta de hojalata. Siento un inmenso gozo  con aquellos recuerdos que pareciese que marcharan como “capitanas” propias de la estepa rusa entre el ventolín y la polvareda, camino de no se sabe dónde aunque estuvieran siempre regresando.

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