Sol
picajoso como de anuncio de tormenta. La Plaza de San Bruno rebosa bulla. En la
placeta interior del Palacio Arzobispal, junto a la entrada al Museo Alma Máter (lo mejor que nos dejó el
arzobispo Manuel Ureña antes de que
fuese cesado por el Vaticano) hay un concierto a beneficio de Aspanoa donde se interpretan diversas
partituras por la Unión Musical Almozara.
Una pena que el público asistente no pida bises, como es habitual en estos
casos. Como no los ha solicitado, me he quedado sin poder escuchar Sierra de Luna, que tanto me gusta. Y en
la plaza hay títeres y mesas donde se ofrecen cachivaches, quincalla y libros
usados. Y más musiquilla con Dixieland
Blues Band, que no debe faltar en eventos de bodas y comuniones que se precien.
Sólo tres músicos. Falta el trompetista porque horas antes se ha caído de la
moto. Y en el Parque del Tío Jorge se
ha decidido suspender la aplazada “cincomarzada”
por estar la hierba encharcada por las tormentas de ayer. Los tenderetes de la
Plaza de San Bruno, digo, me recuerdan aquellos domingos de mi infancia de
pantalón corto en aquel pueblo con carretera, vías y paso a nivel con barreras,
cuando María La Peseta sacaba a la
plaza una mesa de pino llena de golosinas,
mixtos Garibaldi y cromos de El Coyote. Los pirulís eran rojos.
También los martillos de caramelo con un celofán que costaba despegar y que en
vez de palo llevaban una flauta de hojalata. Siento un inmenso gozo con aquellos recuerdos que pareciese que
marcharan como “capitanas” propias de la estepa rusa entre el ventolín y la
polvareda, camino de no se sabe dónde aunque estuvieran siempre regresando.
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