Dejó
escrito Camilo José Cela que “las
bibliotecas particulares son un poco la imagen y semejanza de sus dueños, un
poco su vivo retrato. La biblioteca se forma por sedimentación, durante largos
años rebosantes de paciencia, y suelen morir, como un perro fiel que no puede
aguantar la soledad, con su amo, el hombre que sabía por qué, para qué y en
dónde y desde cuándo estaba cada cosa”. Por esa razón, cuando su dueño muere,
su herederos limpian la casa de enseres: uno se lleva el paragüero, otro la
mesa de comedor, otro el dormitorio…, y la montaña de libros se entregan al mismo tipo que ha
limpiado el cuarto trastero. Se los lleva
y más tarde te los encuentras en una librería de lance, o sobre mesas
improvisadas formadas por una tabla y dos caballetes en puestos callejeros. Y
allí te los encuentras semana tras semana (pongamos que se exponen cada
viernes, como sucede en Collado-Villalba) sin que a nadie les interese lo más
mínimo. Muerto el dueño, se acabó su biblioteca para siempre. No tiene vuelta
de hoja. No importa si alguno de aquellos volúmenes estaba dedicado por su
autor, o si era una edición corta y bien encuadernada, o si había algún libro
descatalogado, imposible de adquirir y
lleno de interés. ¿Quién compra hoy una novela de José Francés o de Alberto
Insúa? Nadie, por mucho que la
madre de Insúa, Sara Escobar, estuviese
emparentada con el cardenal Cisneros.
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