Los
que ya tenemos una edad recordamos la época en la que los ferroviarios
acudían al tajo con chaquetones de cuero
en los que no pasaban ni las balas y una cesta cuadrada de mimbre donde llevaban
comida para varios días. Unos se
montaban en la locomotora, otros eran guardafrenos condenados al traqueteo del
convoy en una garita de vagón que era una especie de confesionario; o,
simplemente, tomaban el tren para ir a
una estación distinta a la de su municipio para pasar la noche como factor de
circulación, enganchador o guardagujas. Era gente sacrificada, acostumbrada a
comer pan de muchos hornos, pasar días en muchas fondas y a darle más
importancia a los minutos de su reloj que a las horas. Por eso, cuando
preguntabas a un factor de circulación a qué hora llegaba el expreso de
Andalucía o el ómnibus Arcos nunca te decía a las 16’43 sino “a los 43”. La
hora se daba por sobreentendida. Un amigo mío, fogonero de locomotora, que
hacía el recorrido Valladolid-Ariza y viceversa, me contaba que siempre ponía
la tartera de aluminio junto a brasas de carbón extraídas y puestas sobre la
pala al acercarse a Alentisque-Cabanillas. Era una manía como otra cualquiera. Era esa
hora de la tarde, entre dos luces en invierno, en la que su mujer acostumbraba
a calentar la merienda-cena. Cada uno tiene sus manías, que son dignas de
respetar. Crisanto, que así se
llamaba el fogonero, a veces compartía la comida con su compañero maquinista. Y en Peñafiel, mientras se llenaba de agua el depósito
de la máquina, aprovechaba para acercarse hasta el interior del despacho de
billetes y beber un trago de agua de botijo. Allí saludaba a Monforte, el jefe de Estación, que siempre
tenía entre sus manos un libro de
esperanto. También le apasionaba descifrar los jeroglíficos del “7 Fechas” y escribir versos de pie
quebrado. En las estaciones de exiguo tráfico ferroviario quedaba tiempo para hacer
muchas cosas. Los versos los enviaba a diversos concursos. Nunca consiguió
premios ni flores naturales, pero jamás
abdicó de su esperanza.
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