En
casa de mis padres hubo un piano que tenía más de 100 años. Sólo necesitaba que alguna vez
viniese el afinador para ponerlo a punto. Y yo conservo una “Underwood” fabricada en 1924 con la que
escribí muchos trabajos literarios. Todavía funciona, pero la tengo silente
sobre una mesilla. ¿Cuánto duran las cosas? Depende de si se trata del amor o
de un aparato de radio de válvulas. Para el amor no existe la obsolescencia
programada. A veces, como en la canción de Rocío Jurado, “se nos rompió el amor de tanto
usarlo. / De tanto abrazo sin medida. /
De darnos por completo a cada paso, / se nos quedó en las manos un buen día…”. Lo
cierto es que sin la práctica de la obsolescencia programada el sistema
capitalista no podría sostenerse. Pero para el amor, como digo, la duración del
mismo es una incógnita. Decía un
conocido mío que para que el amor durase en la pareja, también en el
matrimonio, era necesario un cierto distanciamiento, que cada uno de ellos viviese
en distinta diócesis. No cabe duda de que el trato diario desgasta la relación
y de que la vida en familia se ve sacudida por permanentes cuestionamientos.
Hasta el ser humano, y el resto de los animales, tiene la obsolescencia
programada en la hélice de su ADN. El ácido
desoxirribonucleico
(difícil palabreja) es la molécula que contiene toda la información
necesaria para que el individuo de una determinada especie pueda desarrollarse
de manera correcta. Es nuestro reloj biológico. Y ese tic-tac mefistofélico nos
indica que también estamos programados para morir. Tras haber alcanzado la madurez y
reproducido una nueva generación, nuestra tarea biológica ha concluido,
como le sucede a la lámpara cuando luce 1.000 horas, a la batería del coche a
los 25 meses, a la impresora cuando llega a un número determinado de impresiones,
al calentador eléctrico cuando acaba de cumplir los dos años de garantía,
etcétera. Ya lo dijo Juan Ramón en
el libro “Piedra y cielo”: “¡No la toques ya más / que así es la rosa!”.
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