Me entero de la muerte de Francisco Pérez Abellán, el hombre que más sabía sobre la crónica
negra de este país. Su libro “Matar a
Prim”, donde se investiga a fondo la verdadera muerte del general, despejó muchas
dudas mantenidas en el tiempo sobre la muerte del presidente del Consejo de
Ministros, tiroteado en la madrileña calle del Turco la tarde del 27 de
diciembre de 1870 cuando regresaba al palacio de Buenavista en una berlina
desde el Congreso de los Diputados. En 2012 un grupo de forenses analizó su
cadáver embalsamado y se llegó a la conclusión de que había sido estrangulado a
lazo en su cama y que no murió, por tanto, como consecuencia de sus graves
heridas. Los forenses detectaron en su momia “un surco que parte desde la parte
posterior del cuello y presenta continuidad hasta la zona delantera”. Pero en
otro informe de 12013 se llegó a la conclusión de que “el surco del cuello se
produjo post mortem, a causa de la
presión por elementos de la vestimenta”. Fátima
de la Fuente, en un serio reportaje publicado en National Geographic (“¡Han
matado al presidente! El asesinato de Juan Prim”, 27/12/16) señala que “aquella
tarde, Prim acudió a las Cortes para
votar las últimas disposiciones acerca del presupuesto de la nueva Casa Real.
Al término de la sesión conversó un rato con algunos diputados y quedó con uno
de ellos que por la noche acudiría a un banquete organizado por una sociedad
masónica en la Fonda de Las Cuatro
Estaciones, aunque lo haría a los postres, después de cenar en casa con su
familia. A
las siete y media, el conde de Reus y marqués de los Castillejos se subió a una
elegante y sobria berlina, tirada por dos caballos, que debía llevarlo a su residencia en
el palacio de Buenavista, hoy sede del Cuartel General del Ejército, a menos de
un kilómetro de distancia. Bajo una espesa nevada que caía sobre la capital,
Prim se encaminó a su casa en compañía únicamente de su secretario personal, González Nandín, y su ayudante, el
general Moya. Pese a las
advertencias que regularmente le hacían sobre el peligro de ser víctima de un
atentado, Prim
se negó siempre a llevar escolta”. (…) “Prim falleció a las ocho y media de esa jornada [30 de
diciembre]. El diagnóstico sobre la causa de la muerte era claro: una
septicemia, esto es, una infección generalizada provocada por el material que
acarrearon los proyectiles, incluida la ropa. Los medios médicos disponibles en
la época no permitieron frenar este desenlace, aunque también se ha reprochado
que sólo se convocara al cirujano más reputado de Madrid, Melchor Sánchez de Oca, cuando ya era demasiado tarde”. Tenía 56
años. Su cadáver fue trasladado a la Basílica de Atocha. Ese mismo día desembarcaba
Amadeo de Saboya en Cartagena. Nadie
supo desatar el nudo gordiano. Las pesquisas oficiales ocuparon 18.000 folios (de los que desaparecieron 1500), se cerraron en 1877 sin poder probar con rigor
la autoría de los verdaderos culpables. La berlina se custodia en la actualidad
en Toledo, el Museo del Ejército junto a los automóviles de Eduardo Dato y de Luis Carrero.
Juan Prim hizo cosas buenas. La mejor de
todas ellas, echar a Isabel II fuera
de España. Pero su famosa frase “los Borbones nunca más” no sirvió de nada.
Siete años más tarde volvían más galanes que Mingo, se entronizaba a Alfonso XII y se tornaba, también, a un
sistema oligárquico y centralista donde la Iglesia Católica ganó poder
económico y controló gran parte de la educación. A río revuelto…
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