jueves, 27 de enero de 2022

De pena

 

Me entero de que el Ayuntamiento de Zaragoza quiere proteger los pocos sillares que quedan en pie de la antigua muralla romana desde la torre de Zuda hasta la antigua Puerta de Toledo, derribada en 1848,  que se encontraba pasado el Mercado Central, entre éste y los restos de muralla romana en la confluencia de la avenida César Augusto con la actual calle Manifestación. Estaba flanqueada por dos  torreones almenados y su arco se cerraba con puertas de hierro. En 1440 fueron trasladas a sus torres las cárceles reales, hasta entonces situadas en la Puerta Cinegia. En 1556, los diputados del Reino instalaron allí la cárcel de Manifestados. Acogió al Justicia de Aragón, Juan de Lanuza, que en 1591 acabó decapitado in situ. Para acometer la protección de los pocos sillares que quedan,  el Ayuntamiento piensa destinar 790.000 euros. ¿Cómo piensa lograrlo?  ¿Forrándolos con plexiglás? Supongo que los lucenses, que conservan su muralla con la dignidad que merece, y pueden presumir de ella, se habrán muerto de risa al conocer la noticia. Es lo que tiene estar administrados por paletos. La muralla de Zaragoza, construida en tiempos de Tiberio, llegó a tener 3 kilómetros de longitud y 120 torreones defensivos. Aquellos sillares se fueron sisando para hacer caserones burgueses, la Audiencia y hasta el Puente de Piedra, en 1433. En un intento de paliar el expolio de piedra de la muralla, en 1504, el concejo de la ciudad aprobó un Estatuto de la piedra de las torres y de la muralla”, que prohibía arrancar o utilizar piedras de la muralla o de sus torres salvo para obras de interés al conjunto de la ciudad, bajo pena de multas de 500 florines de oro. Pocos años más tarde se volvió a autorizar la extracción de piedra de la muralla. En 1865 comenzó la demolición de  murallas y  puertas, que se cerraban al anochecer. Un error imperdonable. No fue el único dislate. Posteriormente, en 1862,  durante el reinado de Isabel II, se destruyó  el palacio de La Aljafería para instalar un cuartel ;  y en 1892 se derribó la Torre Nueva, obra mudéjar erigida entre 1504 y 1508, por presentar una inclinación considerable debido al rápido fraguado y secado del mortero en las hiladas de ladrillo de la parte más expuesta al sol, pese a que los dictámenes técnicos eran favorables a su permanencia. Las puertas de la ciudad fueron desapareciendo progresivamente: la de Toledo en 1842, la de Valencia en 1867, la del Puente o del Ángel, la de Don Sancho en 1868… Y a lo largo del siglo XX fueron desapareciendo, entre ellos, la casa de Coloma, en el Coso, construida por Juan de la Mica y derribada en 1921; y la casa  de Torreflorida, en el n.° 68 de la calle Mayor, desaparecía en 1942, sin contar los diversos derribos de edificios modernistas situados en el entorno de lo que hoy constituye el paseo de Sagasta. A mi entender, los sillares que quedan a la vista en Zaragoza deberían dejarse como están. Todo lo que los munícipes tocan, lo cagan. No necesitan protección. Los que sí debemos protegernos somos los zaragozanos, pero de los alcaldes que derrochan el dinero de las arcas municipales en remodelaciones innecesarias de plazas y su transformación en adefesios donde se impone el cemento y el mal gusto. Como muestra: la plaza del Pilar, remodelada por el socialista González Triviño, o la plaza de Santa Engracia, empeorada por el pepero Jorge Azcón. De pena.


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