La nube
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La niña de azul y blanco vestida de
novicia cabalga sobre una nube de algodón. Debajo queda la estampa quieta de
niños desnudos pintados por Sorolla.
A lo lejos un tren muy oscuro silba con aires de cansancio. Es inútil, pequeña,
que el tiovivo siga dando vueltas sobre su eje. Los caballos parecen de
fotógrafo de glorieta abandonada. La infancia quedó registrada en una estúpida libreta escolar y en un manojo
amargo de fotos amarillas. Amo los pleonasmos por su carga furtiva de
innecesaria redundancia. Sí, la nieve siempre es blanca y las penas, espesas,
De nada sirve beber el agua de un florero para tratar de olvidar algo que
siempre se reaviva cuando olfateamos perfumes o descubrimos una flor
liofilizada dentro de las páginas de un libro desencuadernado por la desidia de
los traslados. Dijo Benjamín Franklin
que tres
traslados equivalen a un incendio. Yo sé dónde van las nubes, mi niña. Es fácil
de entenderlo. Escucha, las nubes se alejan todas las noches para regresar a la
mañana siguiente con otros matices. Hace ya muchos años de casi todo. Nos hemos
convertido en oradores de cafetín-concierto. Conocemos los dos primeros
fascículos de la historia interminable y, cuando nos encontramos con alguien
que sabe escuchar, le soltamos el rollo hasta aturdirlo. Entre canción y canción
de una vocalista que enseña hasta donde le permiten, somos capaces de explicar
la sexualidad del avestruz, el ensamblaje de una librería de Ikea, la etimología del catarro común, o
la reconversión agrícola de Guatemala. Pero a la niña de azul y blanco esas cosas le traen sin cuidado. Ella
cabalga sobre una nube, lejos de las catacumbas de un antro hospitalario.
--Oiga, amigo, ¿le importa si mojo en su
café?
--Hombre, si no queda otra…
Don
Gumersindo Pitarque Trujillo ignora que Navaggiero fuese quién convenciera a Boscán de de que incorporara el endecasílabo a la métrica española.
Yo me limitaba a explicarle cuando Sarajov,
disfrazado de lanzadora de peso olímpico, huyó de Rusia aprovechando que el Obispo de Roma era secuestrado por un
comando de narcotraficantes de Zaragoza, y que la armada japonesa, disfrazada
de pesqueros atuneros, ponía cerco a Canarias, según había escuchado decir a Vázquez Montalbán. Pero a don
Gumersindo tales cuestiones le traían al fresco. Tampoco le interesaba dónde
iban las nubes cada noche, si los caballitos del tiovivo eran de cartón-piedra,
o si el agua del florero pagaba impuestos al Fisco. Siempre creemos hambrientos
a aquellos que no entendemos. No, don Gumersindo no era un hambriento. Untaba
en mi café su cruasán sin que yo supiese por qué razón. Era una querencia, como
la del toro cuando se repucha en tablas. Don Gumersindo era, por decirlo de
alguna manera, el eco de mis quejas.
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