viernes, 15 de abril de 2022

La nube

 


La niña de azul y blanco vestida de novicia cabalga sobre una nube de algodón. Debajo queda la estampa quieta de niños desnudos pintados por Sorolla. A lo lejos un tren muy oscuro silba con aires de cansancio. Es inútil, pequeña, que el tiovivo siga dando vueltas sobre su eje. Los caballos parecen de fotógrafo de glorieta abandonada. La infancia quedó registrada en  una estúpida libreta escolar y en un manojo amargo de fotos amarillas. Amo los pleonasmos por su carga furtiva de innecesaria redundancia. Sí, la nieve siempre es blanca y las penas, espesas, De nada sirve beber el agua de un florero para tratar de olvidar algo que siempre se reaviva cuando olfateamos perfumes o descubrimos una flor liofilizada dentro de las páginas de un libro desencuadernado por la desidia de los traslados. Dijo Benjamín Franklin que tres traslados equivalen a un incendio. Yo sé dónde van las nubes, mi niña. Es fácil de entenderlo. Escucha, las nubes se alejan todas las noches para regresar a la mañana siguiente con otros matices. Hace ya muchos años de casi todo. Nos hemos convertido en oradores de cafetín-concierto. Conocemos los dos primeros fascículos de la historia interminable y, cuando nos encontramos con alguien que sabe escuchar, le soltamos el rollo hasta aturdirlo. Entre canción y canción de una vocalista que enseña hasta donde le permiten, somos capaces de explicar la sexualidad del avestruz, el ensamblaje de una librería de Ikea, la etimología del catarro común, o la reconversión agrícola de Guatemala. Pero a la niña de azul  y blanco esas cosas le traen sin cuidado. Ella cabalga sobre una nube, lejos de las catacumbas de un antro hospitalario.

--Oiga, amigo, ¿le importa si mojo en su café?

--Hombre, si no queda otra…

Don Gumersindo Pitarque Trujillo ignora que Navaggiero fuese quién convenciera a Boscán de de que incorporara el endecasílabo a la métrica española. Yo me limitaba a explicarle cuando Sarajov, disfrazado de lanzadora de peso olímpico, huyó de Rusia aprovechando que el Obispo de Roma era secuestrado por un comando de narcotraficantes de Zaragoza, y que la armada japonesa, disfrazada de pesqueros atuneros, ponía cerco a Canarias, según había escuchado decir a Vázquez Montalbán. Pero a don Gumersindo tales cuestiones le traían al fresco. Tampoco le interesaba dónde iban las nubes cada noche, si los caballitos del tiovivo eran de cartón-piedra, o si el agua del florero pagaba impuestos al Fisco. Siempre creemos hambrientos a aquellos que no entendemos. No, don Gumersindo no era un hambriento. Untaba en mi café su cruasán sin que yo supiese por qué razón. Era una querencia, como la del toro cuando se repucha en tablas. Don Gumersindo era, por decirlo de alguna manera, el eco de mis quejas.  

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