domingo, 17 de abril de 2022

La queja de un sedilano

 


Sediles es un municipio perteneciente a la Comunidad de Calatayud, en la ribera del Perejiles, que en el último censo tenía 108 habitantes. Los sedilanos están gobernados desde 2007 por el alcalde Juan Luis Condón Caballero, de Chunta Aragonesista. Y en Sediles vive desde hace tiempo mi amigo Antonio Utrera, persona instruida, que acaba de escribir un suelto en “La Comarca de Calatayud” donde se lamenta de que el Bar Oli, regentado por las hermanas Luisa y Carmen Pablo, que se iniciaron en el mundo de los negocios con las “Mermeladas La Vicora” (mora de zarzal, albaricoque, pimiento, manzana, canela y melocotón) y con la explotación de una casa rural, podría desaparecer antes del verano si no se pone remedio a los males que sufre la España vaciada. Mi amigo Antonio Utrera, comenta  que el plazo para la licitación del bar termina el próximo 23 de abril y que, hasta la fecha, nadie se ha ofrecido para llevarlo. Ya perdieron al alguacil, según dice, “por pretender tenerlo a nuestro servicio las 24 horas del día, con un jornal de ocho horas del que había de apartar para vivienda y comida”. Parece incierto el futuro de los habitantes de muchos pueblos españoles. Carecen de servicios básicos, las comunicaciones son pésimas, la natalidad es nula, no existe relevo generacional, faltan tiendas, y las industrias, por pequeñas que sean, brillan por su ausencia. Que desaparezca un bar en Zaragoza o en Córdoba no es trascendente, pero un bar en una aldea donde nunca pasa nada es como el “cuarto de estar” de los pocos vecinos que van quedando. Allí están calientes en invierno, toman café, echan la partida de cartas y conversan sobre  lo que han visto en la televisión. Sólo hay “ambiente” en las fiestas patronales en honor de la Virgen del Villar, cuando llegan los hijos de aquella anciana, que se marcharon a trabajar a Barcelona hace cincuenta años, y que aparecen por allí con una prole en plena pubertad convencida de que los pollos a l’ast, como dicen los catalanes, corren por los corrales. Y la pobre abuela, que casi no puede valerse por sí misma, los recibe a todos con los brazos abiertos en un intento, no sé si vano, de zafarse de una soledad silente que la consume.

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