jueves, 22 de marzo de 2018

Patrimonio emocional neto



Según el diccionario de la RAE, patrimonio es el conjunto de bienes y derechos, cargas y obligaciones, pertenecientes a una persona, física o jurídica. Y dentro del patrimonio existe el patrimonio inmaterial, o sea, el patrimonio cultural no tangible como son el modo de vida y las tradiciones de cada país o región, verbigracia: los ritos folclóricos, la cocina, o la artesanía heredada de los antepasados digna de ser salvaguardada como si se tratase de un preciado tesoro. En Aragón, como sucede en casi toda España, hay mezcla de tres culturas y razas: cristiana, musulmana y judía. Es la consecuencia de un batiburrillo donde se movieron mozárabes, mudéjares, renegados y cristianos de nuevo cuño y cristianos viejos. Curiosamente, el dinero de los judíos sirvió para afianzar en el trono a Isabel I de Castilla frente a Juana la Beltraneja. Pero esa reina, poco agradecida, instauró en Castilla la Inquisición, que terminó por echar de su territorio a los judíos que tanto le habían ayudado económicamente. El “infranqueable abismo religioso” fue causa de la causa. Jesús Laínz, en “El mito de la España de las Tres Culturas” (El manifiesto.com, 22/03/18) señala que las leyes musulmanas prohibían a los fieles vivir en comunidad con judíos y cristianos y que ya durante el periodo visigodo fueron promulgadas numerosas leyes contra los judíos, considerados como pueblo deicida. Señala Laínz: “En el lado cristiano las cosas no fueron muy distintas, incluso durante el reinado que suele presentarse como la cima de la llamada España de las Tres Culturas, el de Alfonso X. Pues en sus Siete Partidas, entre otros muchos preceptos, se estableció para judíos y moros la incapacidad para atestiguar en juicio contra cristianos, así como la de tener siervos o empleados cristianos, bajo pena de muerte. El proselitismo de la fe judaica estaba castigado con la muerte, igual pena que la que recibía el cristiano que se convirtiese al judaísmo, mientras que la situación opuesta, la del judío convertido al cristianismo, estaba permitida. También se establecieron una serie de reglas sobre la vida cotidiana, como la prohibición para los cristianos de comer o beber con los judíos, de beber vino hecho por judíos, de bañarse en compañía de judíos o de recibir medicina o purga hecha por judíos. Éstos, además, tenían que ir en todo momento identificados como tales mediante alguna señal cierta sobre sus cabezas, bajo pena de multa o azotes. La situación religiosa de los musulmanes fue aún más grave, pues quedaron prohibidas las mezquitas y el culto musulmán en público. Al hecho de que un cristiano adoptase la fe musulmana se le consideraba locura y era castigado con la muerte”. Pero aquella Iglesia inquisitorial que impuso su doctrina con la espada presentaba entonces, y presenta hoy, a un Mesías misericordioso y “salvador” del mundo,  al Hijo de Dios hecho hombre para “redimirnos” no sabemos muy bien de qué. Y cada año, coincidiendo con la Pascua judía (primera luna llena después del equinoccio de primavera), esos pueblos supuestamente redimidos procesionan por sus calles a golpe de tambor y soplido de cornetas empujando unas tallas, algunas de ellas artísticas, entre nubes de incienso, cirios goteantes de cera, cofrades imbuidos de un fanático fervorín y revestidos al estilo del antisemita Ku Klux Kan y manolas ataviadas de peineta y mantilla que ponen la guinda españolista, representando de un modo estrafalario la pasión y muerte de ese supuesto redentor. Es, por decirlo de alguna manera, el patrimonio emocional neto, ya exento de “contaminaciones” culturales expulsadas para siempre ad maiorem Dei gloriam.

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