Recuerdo a Trifón
Peñalosa, un amigo de juventud que
cada vez que nos acercábamos a un pueblo decía aquello de “ya estamos en Haro,
que se ven las luces”, lo mismo que decían los viajeros de ferrocarril que
llegaban a Haro desde Logroño. Y es que Haro fue la primera ciudad
española, además de Jerez de la
Frontera, que contó con alumbrado público en sus 62 calles con 260 puntos de
luz. Corría septiembre de 1890 y ya habían pasado las fiestas de la Virgen de la Vega. Aquel año, el 17 de
septiembre, la fuente situada en la calle Joaquina (hoy dedicada a Víctor
Pradera) manó vino. Hay quien afirma que
no fue así, que el primer pueblo en tener luz eléctrica fue Munilla, en la
comarca de Arnedo, cuando se pusieron unas turbinas en el río Manzanares.
Mañana es Domingo de Pasión y el próximo martes comienza el equinoccio de
primavera a las 17 horas y 15 minutos
por la hora del Gobierno. Y los espabilados de siempre, aquellos que
imponen sus normas, ya han lanzado los colores en las tendencias de moda para
esta primavera-verano: del lima al rosa pastel pasando por el marrón chocolate
o el naranja melocotón. Eso del marrón chocolate me recuerda cuando mi abuelo
materno, de misa diaria, coincidía con un mendigo que siempre estaba pidiendo
limosna en la entrada a la iglesia de los jesuitas, en la bilbaína Alameda de
Urquijo. Un día decidió entregarle unos zapatos de tafilete casi nuevos, pero
que le hacían algo de daño. Eran de color marrón. Los metió en una caja que
cerró con una gomilla elástica y marchó hasta la puerta de la iglesia dispuesto
a entregárselos al inope. Aquel
indigente, antes de aceptarlos, le preguntó a mi abuelo de qué color eran.
“Marrones, son marrones”, le contestó mi abuelo. Y el mendigo, entonces, le miró de arriba abajo y le respondió: “Se
lo agradezco a usted, caballero, pero yo sólo cubro mis pies con zapatos
negros”. Y mi abuelo, después de haber
oído misa entera, regresó con los zapatos a su casa de Licenciado Poza, los
volvió a dejar en la repisa de donde los había tomado, se sentó en una butaca y
comenzó a leer “La gaceta del norte”,
como era su costumbre. No le dio demasiada importancia a lo sucedido con el
mendigo y los zapatos. Supuso que, tal vez, aquel fatuo mendicante bien pudiera
ser miembro destacado de algún comité municipal de Beneficencia.
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