Parece normal que un obispo, en este caso el obispo
de Santander, haya recordado en Viernes Santo, durante el Sermón de las Siete Palabras en Valladolid, que el Hijo de Dios viniese al mundo “para
perdonar a todos, sin excepción”. De un pastor de la Iglesia no se espera que
diga cosa distinta. Pero, por aquello de que el Pisuerga pasa por allí, el
obispo aprovechó para incluir dentro de ese perdón a los políticos corruptos y
a los que trafican con seres humanos. Se le olvidó incluir a los curas
pederastas. El obispo Manuel Sánchez Monge
también debería entender que en un Estado de Derecho existen las prisiones para
aquellos individuos que, aprovechándose de su cargo o de su posición de
superioridad, roban al ciudadano o al Estado o comercian mafiosamente con la
desdicha de seres humanos. El Código Penal, por fortuna, no es el catecismo de Ripalda. Una cosa es predicar y otra
cosa es dar trigo. Y parece evidente que resulta más fácil dar consejos que practicar
lo que se predica. Al obispo de Santander le recordaría que por encima del
perdón es necesario salir en defensa de los más vulnerables. El político que roba, detrae dinero del
contribuyente. Y el mafioso que trafica con pateras y con seres humanos es un
malnacido que no merece el perdón de nadie. Según Manuel Sánchez Monge, ese
tipo de maleantes “merecen perdón porque no saben lo que hacen”. Sí, señor mío,
sí saben lo que hacen. Se mueven por la codicia. El obispo de Santander añadió
en su alocución que “Jesús
experimenta el abandono de su pueblo y el abandono de sus discípulos, pero a la
vez Jesús experimenta el silencio del Padre
y con su lamento expresa la fidelidad a un Dios que ama silencioso en
el sufrimiento". Sus palabras me dejan turulato. Sin deseo de polemizar con ese prelado,
palentino de nación, entiendo que un Dios que ama silencioso en el sufrimiento
ajeno no merece mi consideración. No me gustan las parafilias: ni el sadismo de
aquel que proyecta sus impulsos autodestructivos en los demás en medio del
silencio, ni el masoquismo de los hombres que sienten placer por ser dominados.
Son las dos caras de la misma moneda, más falsa que un euro de madera.
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