Cataluña, que tiene traspasadas
las competencias sobre prisiones, ha decidido suprimir la merienda a los
internos de las cárceles, a excepción de los jóvenes, y duplicará el precio de
los menús de los funcionarios de prisiones, que ahora deberán pagar seis euros
por cada comida servida en la cafetería. Tales medidas hacen bueno el dicho
“quitar el chocolate al loro”. Artur Mas, que despilfarra 32 millones de euros
al año en el mantenimiento de su red de “embajadas” y oficinas comerciales en
el exterior, se ve ahora “obligado” a tener que tomar estas medidas de ajuste
presupuestario. Daría risa tal situación de “emergencia” sobrevenida si no
estuviésemos ante un negro panorama económico. Por si ello fuera poco, también
se restringen las comidas extraordinarias de Navidad y Fin de Año y se
reduce al 2 % la reserva de comida extra para los agasajos en cada cárcel;
verbigracia, el día de la Merced. Sin
embargo, de ninguna manera veo mal que se haya incrementado el precio por menú
a los funcionarios. Para ellos, comer en la cafetería de la cárcel era hasta
ahora un chollo ¿Alguien en algún restaurante de este país come dos platos y
postre por 3’19 euros? Yo creo que no. Qué menos que pagar seis euros, que es
lo que viene a costar un bocadillo y una caña de cerveza en un bar de barrio.
En la cárcel, como en la mili obligatoria, donde tampoco nos daban de merendar.
Con desayuno, comida y cena, por sencillos que sean, tampoco se le lleva a uno
el cierzo. Las meriendas ya sólo quedan en la memoria de la infancia, cuando el
canónigo penitencial venía a casa de visita y mi madre le ofrecía un tazón de
chocolate, unas “suelas” de Calatayud para que untara sin pudor y más de una
copita de anís “Las Cadenas”. Teníamos más suerte cuando aparecía el obispo de
Sigüenza en un alto en el camino de alguno de sus viajes. El caso era que se
desviaba un kilómetro de la carretera N-II y su conductor hacía sonar el timbre
para que saliéramos a la puerta. Dentro del coche, en su parte trasera, estaba
acomodado monseñor Bereciartúa, con el solideo y las púrpuras puestas. Mi madre
me obligaba a que le besase el anillo; y el obispo, sonriendo aunque no mucho,
me hacía entrega de un duro muy gordo, que era de curso legal a mediados de los
50. Y digo que teníamos más suerte porque aquel obispo, a diferencia del
canónigo penitencial, no salía nunca del
coche por no mancharse los zapatos. Pero, al margen de esas anécdotas
enranciadas por el paso del tiempo, les contaré un secreto a voces: en “La Llama” (Madrid, Reina Victoria,
37) se puede uno echar al coleto pan, pollo y patatas fritas por 4 euros. Es el
lugar preferido por muchos estudiantes y por miembros de la Guardia Civil, que tiene un
cuartel cerca.
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