martes, 3 de julio de 2012

Castigados sin merienda




Cataluña, que tiene traspasadas las competencias sobre prisiones, ha decidido suprimir la merienda a los internos de las cárceles, a excepción de los jóvenes, y duplicará el precio de los menús de los funcionarios de prisiones, que ahora deberán pagar seis euros por cada comida servida en la cafetería. Tales medidas hacen bueno el dicho “quitar el chocolate al loro”. Artur Mas, que despilfarra 32 millones de euros al año en el mantenimiento de su red de “embajadas” y oficinas comerciales en el exterior, se ve ahora “obligado” a tener que tomar estas medidas de ajuste presupuestario. Daría risa tal situación de “emergencia” sobrevenida si no estuviésemos ante un negro panorama económico. Por si ello fuera poco, también se restringen las comidas extraordinarias de Navidad y Fin de Año y se reduce al 2 % la reserva de comida extra para los agasajos en cada cárcel; verbigracia, el día de la Merced. Sin embargo, de ninguna manera veo mal que se haya incrementado el precio por menú a los funcionarios. Para ellos, comer en la cafetería de la cárcel era hasta ahora un chollo ¿Alguien en algún restaurante de este país come dos platos y postre por 3’19 euros? Yo creo que no. Qué menos que pagar seis euros, que es lo que viene a costar un bocadillo y una caña de cerveza en un bar de barrio. En la cárcel, como en la mili obligatoria, donde tampoco nos daban de merendar. Con desayuno, comida y cena, por sencillos que sean, tampoco se le lleva a uno el cierzo. Las meriendas ya sólo quedan en la memoria de la infancia, cuando el canónigo penitencial venía a casa de visita y mi madre le ofrecía un tazón de chocolate, unas “suelas” de Calatayud para que untara sin pudor y más de una copita de anís “Las Cadenas”. Teníamos más suerte cuando aparecía el obispo de Sigüenza en un alto en el camino de alguno de sus viajes. El caso era que se desviaba un kilómetro de la carretera N-II y su conductor hacía sonar el timbre para que saliéramos a la puerta. Dentro del coche, en su parte trasera, estaba acomodado monseñor Bereciartúa, con el solideo y las púrpuras puestas. Mi madre me obligaba a que le besase el anillo; y el obispo, sonriendo aunque no mucho, me hacía entrega de un duro muy gordo, que era de curso legal a mediados de los 50. Y digo que teníamos más suerte porque aquel obispo, a diferencia del canónigo penitencial,  no salía nunca del coche por no mancharse los zapatos. Pero, al margen de esas anécdotas enranciadas por el paso del tiempo, les contaré un secreto a voces: en “La Llama” (Madrid, Reina Victoria, 37) se puede uno echar al coleto pan, pollo y patatas fritas por 4 euros. Es el lugar preferido por muchos estudiantes y por miembros de la Guardia Civil, que tiene un cuartel cerca.

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