Ya estoy mucho más tranquilo,
después de haber leído a Rufo Gamazo en
“La opinión de Zamora”. Cuenta Gamazo que ayer, como todos los días 27
de julio desde el siglo XVII, se volvió a licuar la sangre de san Pantaleón
contenida en una ampolla y que se conserva, junto a una de sus canillas, en
madrileño Monasterio de la Encarnación. Y
digo que estoy mucho más tranquilo porque dicha sangre no se licuó mientras
duraron las dos guerras mundiales ni durante la guerra civil española. A san
Pantaleón le martirizaron, como ahora hace Merkel con Rajoy en ese juego
“sado-maso” (según Millás) y, también, como hace Rajoy con los españoles cada
viernes desde que llegó a La Moncloa. Según
la Iglesia Católica,
los viernes son días de abstinencia. En tiempos de Franco y hasta bien entrados
los años 60 esa abstinencia obligatoria se indultaba, a excepción del miércoles de Ceniza y del
Viernes Santo, mediante el pago de unos derechos parroquiales y la entrega del
correspondiente papel timbrado que libraba a los poseedores de tal documento
apostólico del terrible pecado mortal.
Había, que yo recuerde, varias bulas: las “consistoriales”, subscritas
por el Papa; las “intermedias”, expedidas por el Pontífice electo y no
consagrado aún; y las “no consistoriales” (las bulas de Carne), que podían ir
firmadas por el párroco de la localidad, con autorización tácita del obispo de
cada diócesis. Curiosamente, pese a disponer de bula, los viernes era costumbre
entre las clases populares comer las tradicionales patatas con bacalao. La
gente mas pudiente comía marisco, nunca prohibido por la Iglesia Católica, posiblemente por marcar las debidas
distancias con los preceptos bíblicos
del Levítico y la Torá,
que permiten el consumo de animales que tienen pezuñas hendidas y rumian y
animales acuáticos con escamas y aletas. El cerdo no cumple esa regla. Los
mariscos, tampoco. ¿Debemos este año los españoles el milagro de la licuación
de san Pantaleón al beato Mario Draghi? Seguro que sí.
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