Era una de aquellas noches en la
que saldría uno ganando si se quedara en la cama, pero tenía que hacer un
viaje de cierta urgencia desde Zaragoza
hasta Sabiñánigo. Mi humilde “4 latas” tenía nervio y nunca me había dejado tirado
en la cuneta. Aquella maldita noche el cierzo azotaba sin piedad. Lo más
prudente era conducir despacio para evitar
que aquel viejo cacharro, al que yo llamaba cariñosamente “balilla”, perdiese estabilidad
por su poco peso. Hasta Huesca todo marchó perfectamente. En una gasolinera de
la entrada reposté y aproveché para tomar un insípido sándwich que extraje de
una máquina tragaperras. Continué la marcha. Las primeras nieves todavía no
habían llegado al puerto de Monrepós. Puse la radio. Pasado el pantano de
Arguís comenzaba la subida y el peor tramo de la carretera. El coche respondía.
Desde la parte baja del puerto podía ver los focos de otros automóviles en su
parte más alta. Se confundían con las estrellas. De pronto algo sucedió.
Acababa de pinchar una rueda trasera. Paré, tomé la linterna, saqué el gato y
la llave de tubo. Busqué casi a tientas una piedra que hiciera de cuña, coloqué
el gato, aflojé las tuercas y saqué la rueda sin aire. Entonces fue cuando algo
me llenó de espanto. Arriba, en el firmamento, veía algo raro. Parecían fuegos
de artificio y bajaban hasta donde yo me encontraba pringado. Dejé todo y me
metí en el coche. Tenía terror. Pensé que se trataría de un platillo volante
que se acercaba para hacerme daño. Muy asustado me pasé al asiento trasero.
Cada vez parecía estar más cerca. Me tapé con una vieja manta. No quería ver
nada. Descubrí que ya no me acordaba de rezar un simple padrenuestro. Escuché
un ruido de motor. Sonaba cada vez más cerca y al llegar junto donde yo me
encontraba, se paró aquel motor. Tímidamente saqué la cabeza de la manta, miré
por el cristal y no se veía nada. Estaba lleno de vaho. Era un viejo
Renault-fúnebre con el tubo de escape roto. Se apearon sus dos ocupantes,
empleados de “Pompas fúnebres Aurora”, que trasladaban el fiambre de un
canónigo penitencial desde Bisecas hasta Medinaceli, y me ayudaron amablemente a cambiar la rueda al “balilla”. Yo no atinaba
a hablar. Lacónicamente les di las gracias por la ayuda prestada. Nos
despedimos, no sin antes echar un trago de una petaca que sacó Fermín de un
bolsillo de su chaqueta. El ayudante, al que le apestaba el aliento a ajo, se
presentó como Eladio. Después continuamos rutas opuestas, veloces como gatos
cimarrones.
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