Válgame san Cojoncio el susto que
me llevo al cuerpo cada mañana leyendo Heraldo de Aragón mientras desayuno. Ahí
va la noticia: “Un ciclista resulta herido tras tropezar y caer al río desde el
Puente de Piedra”. Parece raro tras el arreglo que hicieron los socialistas en
los tiempos de González Triviño, quitando los voladizos y las barandillas de
hierro al Puente y sustituyéndolas por mampostería de piedra de más de un metro
de altura. Pues bien, como cuenta el periódico de la familia Yarza, resulta que
“un joven de 20 años circulaba fumando por el puente zaragozano y ha caído al
río, consiguiendo refugiarse en una isleta donde ha sido rescatado por los
bomberos”. En primer lugar, no entiendo qué tiene que ver que fuese fumando; y en segundo, no comprendo la extravagante pirueta del muchacho. En la vida
se ven cosas difíciles, pero ahí no llego. En cierta ocasión, visitando el
pueblo de Moros, patria chica de la madre de Mesonero Romanos, me contó un
anciano del lugar que allí no había cojos. La razón era que si alguien se caía, se mataba. Algo parecido
sucedía en la calle zamorana de Balborraz
cuando se helaba, que si
tropezaba un ciudadano no le salvaba ni Viriato, que por cierto cuenta con una estatua
en su memoria. En Sevilla es distinto. Lo dice la bulería que cantaba Mariquita
Heredia: “Puentecito de Triana / se rompió la barandilla/ y el coche cayó en el
agua”. También el Ebro se tragó un autobús de emigrantes la noche del 19 de diciembre
de 1971. Murieron nueve viajeros (entre ellos, cinco niños con edades
comprendidas entre los nueve meses y los trece) además del chófer. En fin, hay caídas que terminan muy
mal, como la del Imperio Romano en tiempos de Flavio Rómulo Augústulo. La del
muchacho caído al Ebro, cuyo nombre desconozco, se me antoja espectacular. Y es
que las bicicletas, como dejó escrito Fernán Gómez, son para el verano.
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