sábado, 23 de febrero de 2019

Garbear



Cuando alguien dice “voy a darme un garbeo”, suele señalar que desea darse un paseo por ver si todo sigue en orden, despejar la mente con el oreo o, simplemente, deambular un rato por evitar el sedentarismo, que es nocivo para el aparato circulatorio. Pero el verbo  garbear  no pertenecen a la jerga delincuente, sino a otra particularísima, considerando que ese verbo no se ha empleado más que refiriéndose al modo de vivir de los soldados que se procuraban por medio del pillaje aquello de que carecían para mantenerse fisiológicamente, en la época en que las pagas eran menos corrientes que el hambre. Por tanto es un vocablo de germanías, según aparece en el Vocabulario de germanía, de Juan Hidalgo, publicado en distintas épocas desde 1609; y en la consideración que sobre ello hace Antonio de Sancha en 1779. No cabe duda, por tanto, que “darse un garbeo” pertenece a un lenguaje jergal. Lo malo viene hoy cuando un político decide darse un garbeo, que entonces sí pertenece a la jerga delincuente. Cuando un servidor de lo público decide darse un garbeo quiere apuntar que desea “ir por atún y ver al duque”, como sucedía con aquellos personajes, más bien juguetes rotos,  de la novela de Arturo Pérez Reverte, “Las aventuras del capitán Alatriste”,  donde se da cuenta de las miserias de un soldado veterano de los tercios de Flandes que malvive como espadachín a sueldo en el Madrid  del siglo XVII. En aquella novela, digo, sí estaría medianamente razonado procurarse del pillaje por sobrevivir. El hambre, y eso lo sabe bien en España todo el que sufrió  una cartilla de racionamiento que duró hasta 1953, todo lo devora. Pero el político que, disconforme con el abultado sueldo que recibe del Estado, busca afanosamente el modo de enriquecerse de forma corrupta produce sonrojo ajeno. Utilizar otros “garbeos”, en este caso delincuenciales, para intentar lograr oscuros deseos depredadores parece cosa natural en esta oligarquía de partidos  hábilmente rebozada de monarquía parlamentaria, como los calamares de los bocadillos de El Brillante. Y a veces hasta lo consigue el malhechor. Y en no pocas ocasiones, el mangante de cuello blanco se alza con el santo y con la peana,  fruto de su ruindad devastadora y sin que jamás se le juzgue e ingrese en prisión. ¿Qué se puede esperar del engranaje de Estado cuando la actual vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo Poyato, dijese, siendo ministra de Cultura durante la presidencia de Rodríguez Zapatero, que el dinero público no es de nadie? Una de dos: o se equivocó pasándose de frenada; o quiso apuntar que el dinero público es de aquellos que se dan un garbeo silbando “Orquídeas a la luz de la luna” sin luz ni taquígrafos.

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