martes, 19 de febrero de 2019

Las torrijas de doña Dolores Ugarte



Es posible que el mejor cuadro costumbrista madrileño de principios del siglo XX quede reflejado en “Historia de una taberna”, de Antonio Díaz-Cañabate; que, a mi entender, supera en entretenimiento a otro libro suyo: “Historia de una tertulia”. Su autor describe una taberna existente en la calle Mesón de Paredes (Lavapiés) tal como se encontraba cuando escribió el libro, en 1942, ya en manos del que fuese torero Antonio Sánchez Ugarte y que, para entonces, llevaba abierta desde hacía casi un siglo. Según contaba  Díaz-Cañabate (Francisco Umbral le llamaba don Caña),  “allá por el año 1870 era su propietario el picador Colita, y que en 1884 la adquirió Antonio Sánchez Ruiz de unos tíos suyos, oriundos de Valdepeñas (que también era su pueblo natal), y que por aquel entonces se conocía el establecimiento por la taberna de Cara-Ancha, y no porque este famoso torero fuera su propietario, no, sino porque allí concurría habitualmente y su popularidad dio nombre a la taberna”. (…) Cuenta Díaz-Cañabate: “Antonio Sánchez Ugarte, al que en este domingo de enero [1942] hemos visto abrir la taberna, es hijo de Antonio Sánchez Ruiz”, que en los años veinte se echó novia formal, Dolores Ugarte, con la que se casó. “Tenía en su taberna cuatro dependientes y en tiempos de mayor ajetreo, llegó a tener hasta seis”. Entre esos dependientes, tenía a un tal Juanito, pequeño de cuerpo y de poblados mostachos, que cogía unas toñas descomunales. En la página 49 del libro (Austral, 1947)  Díaz-Cañabate hace referencia a las torrijas que se podían degustar en aquella taberna de la calle Mesón de Paredes. Y así lo explica: “La gloria de la divulgación de las torrijas entre el pueblo madrileño se debe por entero a  la señora Dolores Ugarte. Jamás dio el secreto de su elaboración a nadie. Sólo se elaboraban el día de Jueves Santo, pero los parroquianos habían descubierto el tesoro de lo exquisito al precio de quince céntimos”. Se sabía que “hasta ocho docenas de torrijas se llevó un día el señor duque de Tovar a su finca El Soto de Aldovea, para obsequiar con ellas a los reyes de España, huéspedes suyos en una fiesta taurina de campo. Llegó un momento que las torrijas se hicieron a diario, llegando a venderse hasta dos mil diarias. En un gran perol de aceite, hirviendo durante todo el día, iban friéndose torrijas y torrijas. Dos mujeres no descansaban en la tarea de partir en rodajas los panecillos, cuatrocientos panecillos. La compra de una máquina simplificó mucho a tarea”. Díaz-Cañabate recuerda en su libro cuando “Antonio Sánchez, sin abandonar  su ocupación de chico de taberna, empezó a torear por los pueblos. Su padre, Antonio Sánchez Ruiz, quiso que su hijo aprendiera la técnica tabernil de mano directa, y como en su establecimiento siempre era el hijo del dueño, le colocó en otro que se conocía con este delicioso nombre: Petit Fornos y que estaba situado en la calle de Capellanes, cerca de la plaza de Celenque. Al Petit Fornos iba todos los días Pío Baroja, entonces panadero, allí al lado, en la calle de la Misericordia, en la panadería de su tía Juana Nessi, viuda de don Matías Lacasa, el introductor en Madrid del pan de Viena". En la actualidad existe otro libro, “Historia de la Taberna más antigua de Madrid”, de Antonio Pasíes (Ediciones La Librería), en el que se puede ahondar en este sagrado recinto culinario madrileño. Su autor contaba a Adriana I. Mozos (El Mundo, 20/02/18) que “Antonio Sánchez quiso ser torero, pintor y tabernero. Ejerció las tres profesiones y no despuntó en ninguna. Consiguió regentar su taberna con gran éxito pero no por estar detrás de la barra precisamente. Le gustaba el otro lado de la barra, no hay fotografías de él sirviendo, siempre estaba por fuera, entre los clientes, fue un personaje muy curioso”.

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