Es posible que el mejor cuadro costumbrista
madrileño de principios del siglo XX quede reflejado en “Historia de una taberna”, de Antonio
Díaz-Cañabate; que, a mi entender, supera en entretenimiento a otro libro
suyo: “Historia de una tertulia”. Su
autor describe una taberna existente en la calle Mesón de Paredes (Lavapiés) tal como se
encontraba cuando escribió el libro, en 1942, ya en manos del que fuese torero Antonio Sánchez Ugarte y que, para
entonces, llevaba abierta desde hacía casi un siglo. Según contaba Díaz-Cañabate
(Francisco Umbral le llamaba don Caña), “allá por el año 1870 era su propietario el
picador Colita, y que en 1884 la
adquirió Antonio Sánchez Ruiz de
unos tíos suyos, oriundos de Valdepeñas (que también era su pueblo natal), y
que por aquel entonces se conocía el establecimiento por la taberna de Cara-Ancha, y no porque este
famoso torero fuera su propietario, no, sino porque allí concurría
habitualmente y su popularidad dio nombre a la taberna”. (…) Cuenta
Díaz-Cañabate: “Antonio Sánchez Ugarte, al que en este domingo de enero [1942]
hemos visto abrir la taberna, es hijo de Antonio Sánchez Ruiz”, que en los años
veinte se echó novia formal, Dolores
Ugarte, con la que se casó. “Tenía en su taberna cuatro dependientes y en
tiempos de mayor ajetreo, llegó a tener hasta seis”. Entre esos dependientes,
tenía a un tal Juanito, pequeño de
cuerpo y de poblados mostachos, que cogía unas toñas descomunales. En la página
49 del libro (Austral, 1947) Díaz-Cañabate hace referencia a las torrijas
que se podían degustar en aquella taberna de la calle Mesón de Paredes. Y así
lo explica: “La gloria de la divulgación de las torrijas entre el pueblo
madrileño se debe por entero a la señora
Dolores Ugarte. Jamás dio el secreto de su elaboración a nadie. Sólo se
elaboraban el día de Jueves Santo, pero los parroquianos habían descubierto el
tesoro de lo exquisito al precio de quince céntimos”. Se sabía que “hasta ocho
docenas de torrijas se llevó un día el señor duque de Tovar a su finca El
Soto de Aldovea, para obsequiar con ellas a los reyes de España, huéspedes suyos en una fiesta taurina de campo.
Llegó un momento que las torrijas se hicieron a diario, llegando a venderse
hasta dos mil diarias. En un gran perol de aceite, hirviendo durante todo el
día, iban friéndose torrijas y torrijas. Dos mujeres no descansaban en la tarea
de partir en rodajas los panecillos, cuatrocientos panecillos. La compra de una
máquina simplificó mucho a tarea”. Díaz-Cañabate recuerda en su libro cuando “Antonio
Sánchez, sin abandonar su ocupación de
chico de taberna, empezó a torear por los pueblos. Su padre, Antonio Sánchez
Ruiz, quiso que su hijo aprendiera la técnica tabernil de mano directa, y como
en su establecimiento siempre era el hijo del dueño, le colocó en otro que se
conocía con este delicioso nombre: Petit
Fornos y que estaba situado en la calle de Capellanes, cerca de la plaza de
Celenque. Al Petit Fornos iba todos
los días Pío Baroja, entonces
panadero, allí al lado, en la calle de la Misericordia, en la panadería de su
tía Juana Nessi, viuda de don Matías Lacasa, el introductor en
Madrid del pan de Viena". En la actualidad existe otro libro, “Historia de la Taberna más antigua de Madrid”,
de Antonio Pasíes (Ediciones La
Librería), en el que se puede ahondar en este sagrado recinto culinario
madrileño. Su autor contaba a Adriana I. Mozos (El Mundo, 20/02/18) que “Antonio Sánchez quiso ser torero, pintor y
tabernero. Ejerció las tres profesiones y no despuntó en ninguna. Consiguió
regentar su taberna con gran éxito pero no por estar detrás de la barra
precisamente. Le gustaba el otro lado de la barra, no hay fotografías de él
sirviendo, siempre estaba por fuera, entre los clientes, fue un personaje muy
curioso”.
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