miércoles, 25 de diciembre de 2019

Inútiles bocanandas de aire


 
La derechona repugnante, que pretendió pasar página a sus horrendos crímenes cometidos una vez terminada la guerra y por espacio de muchos años amparándose en una falsa Transición hecha desde el miedo, no recuerda a Gumersindo de Estella, el fraile capuchino que describió cómo el domingo 14 de diciembre de 1930 vio ejecutar en el polvorín de los Fornillos, en Huesca, a Galán y a García Hernández y que influyó no poco en la caída de Alfonso XIII, como anotó en su diario Manuel Azaña. Fueron condenados a muerte por  un  consejo de guerra del que formaba parte el entonces director de la Academia General Militar, Francisco Franco. De la misma manera, Gumersindo de Estella describió los posteriores “paseos” matutinos en Zaragoza, en plena guerra, en los descampados de Valdespartera y de Casablanca, y en la parte exterior del cementerio de Torrero, cerca de la sepultura de Joaquín Costa. Del mismo modo, narraba cómo los agarrotados estiraban la pata por las tardes, dentro de la prisión de Torrero. Los reos de muerte tomaban inútiles bocanadas de aire, (como el mirlo, el tordo y el gorrión, al que disparaba Teodoro Gavilán Urrutia, el hijoputa gañán con la carabina de aire comprimido que le habían regalado por su cumpleaños ya mediados los años 50, y que terminó de maricón en Barcelona), y que ya en el suelo, entre sordos quejidos de dolor sin cuento, cosidos de lado a lado de su cuerpo por proyectiles de mosquetón, bañados en sangre y en lista de espera para el posterior tiro de gracia que les recetaba un barrigudo teniente de cuchara, o un acartonado falangista que había dejado de hacer guardia en los luceros hasta mejor ocasión y transportaba a los moribundos hasta el hureque negro del cero pelotero con billete de ida, que no de vuelta. ¡Ay, cuando el artista se cae del trapecio…! ¡Qué desconsuelo el de aquel al que nadie le recuerda! La soledad del que se va marchitando en la solana en un rincón del jardín y buscando un calor que no cuesta dinero, aunque ahogándose  en los rellanos de la escalera y en los vahos intensos de la melancolía. El teléfono ya no suena con insistencia. El cartero tampoco llama dos veces. El teléfono es sólo un adminiculo más del bazar de los chinos, que nos invade la estantería y que todavía nos produce dolor el día en el que se tira y se destroza, en un intento de pasarle el trapo para quitarle el polvo. Al menos en la caracola intuimos el murmullo del mar. En el auricular, en cambio, sólo un final de una carrera que conduce a ninguna parte. “Como aquel día en el que sonó el teléfono. Era Cristino Vera llamando a Manuel Vicent: ‘Aquí con la muerte y el vacío. ¡De qué coño está hecho todo, sino de muerte y de vacío!’. Era un pintor oscuro al que un día, en una exposición suya, una señora le dijo: ‘Le compraría, pero ¿qué tal está usted de salud?’, insinuándole que tal vez valdría más su cuadro después de muerto”. (Juan Cruz. “Cristino Vera, pintor. El artista mirando al vacío”. Diario El País, domingo, 30/01/2005). Hoy, pese a ser Navidad, reconozco que el país no está para tirar cohetes voladores y no se me ocurre mejor cosa que contarles.

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