La derechona repugnante, que pretendió pasar página a sus
horrendos crímenes cometidos una vez terminada la guerra y por espacio de
muchos años amparándose en una falsa Transición hecha desde el miedo, no
recuerda a Gumersindo de Estella, el
fraile capuchino que describió cómo el domingo 14 de diciembre de 1930 vio
ejecutar en el polvorín de los Fornillos, en Huesca, a Galán y a García Hernández y
que influyó no poco en la caída de Alfonso
XIII, como anotó en su diario Manuel
Azaña. Fueron condenados a muerte por unconsejo de guerra del que formaba parte el entonces director de la
Academia General Militar, Francisco
Franco. De la misma manera, Gumersindo de Estella describió los posteriores
“paseos” matutinos en Zaragoza, en plena guerra, en los descampados de Valdespartera
y de Casablanca, y en la parte exterior del cementerio de Torrero, cerca de la
sepultura de Joaquín Costa. Del
mismo modo, narraba cómo los agarrotados estiraban la pata por las tardes,
dentro de la prisión de Torrero. Los reos de muerte tomaban inútiles bocanadas
de aire, (como el mirlo, el tordo y el gorrión, al que disparaba Teodoro Gavilán Urrutia, el hijoputa
gañán con la carabina de aire comprimido que le habían regalado por su
cumpleaños ya mediados los años 50, y que terminó de maricón en Barcelona), y que ya
en el suelo, entre sordos quejidos de dolor sin cuento, cosidos de lado a lado
de su cuerpo por proyectiles de mosquetón, bañados en sangre y en lista de
espera para el posterior tiro de gracia que les recetaba un barrigudo teniente
de cuchara, o un acartonado falangista que había dejado de hacer guardia en los
luceros hasta mejor ocasión y transportaba a los moribundos hasta el hureque
negro del cero pelotero con billete de ida, que no de vuelta. ¡Ay, cuando el
artista se cae del trapecio…! ¡Qué desconsuelo el de aquel al que nadie le
recuerda! La soledad del que se va marchitando en la solana en un rincón del
jardín y buscando un calor que no cuesta dinero, aunque ahogándoseen los rellanos de la escalera y en los vahos
intensos de la melancolía. El teléfono ya no suena con insistencia. El cartero
tampoco llama dos veces. El teléfono es sólo un adminiculo más del bazar de los
chinos, que nos invade la estantería y que todavía nos produce dolor el día en
el que se tira y se destroza, en un intento de pasarle el trapo para quitarle
el polvo. Al menos en la caracola intuimos el murmullo del mar. En el
auricular, en cambio, sólo un final de una carrera que conduce a ninguna parte.
“Como aquel día en el que sonó el
teléfono. Era Cristino Vera llamando a Manuel Vicent: ‘Aquí con la muerte y el
vacío. ¡De qué coño está hecho todo, sino de muerte y de vacío!’. Era un pintor
oscuro al que un día, en una exposición suya, una señora le dijo: ‘Le compraría,
pero ¿qué tal está usted de salud?’, insinuándole que tal vez valdría más su
cuadro después de muerto”. (Juan Cruz. “Cristino
Vera, pintor. El artista mirando al vacío”. Diario El País, domingo,
30/01/2005). Hoy, pese a ser Navidad, reconozco que el país no está para tirar cohetes voladores y no se me ocurre mejor cosa que contarles.
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