Por la prensa me enteré de que doña Pilarín, la dueña de la Pensión
Maroto, había tenido un trágico final. Cuando se marcha uno por el bosque a
buscar setas hay que saber por dónde pisa, más todavía cuando hay niebla y
amenaza la noche morada. Doña Pilarín, sin pensarlo demasiado, comenzó a
caminar a ciegas monte arriba por trochas para ella desconocidas de la sierra
de Pardos y tiritando de frío y pavor. La bruma era como una venda que le
tapaba la vista. Parecía abanico de tonta,
le entró un hormiguillo, rezó
unas jaculatorias, se encomendó a san
Dimas, perdió un zapato de medio tacón y, en vista de que le producía
cojera, abandonó el otro. Gritó histérica, creyó escuchar silbos de serpiente,
rebudios de jabalí, aullidos de lobo, relinchos de caballo, tropezó, dio con su
cuerpo en tierra y volvió a levantarse. Oyó el tauteo del zorro y algo
semejante a un fino estilete le aguijoneó la planta del pie derecho. Notó cómo
de la frente le bajaba un líquido viscoso y salado que le tapaba la visión. Los
ladridos sonaban más cerca. Temió ser zampada por cimarrones. Soltó la cesta, corrió como una
yegua desbocada y terminó despeñándose por un barranco tan seco de agua como de
saliva su garganta atormentada. Dio varias vueltas de campana y su cabeza topó
con una piedra dura como el pedernal. Luego llegó el silencio, una mudez total
como de retorno al principio de los tiempos, antes de que actuase la maldad
gratuita, como la que anidaba en el podrido corazón del hijoputa de la carabina
cometa cada vez que se lanzaba a las
trochas para ajusticiar al mirlo, al tordo al gorrión y, si se terciaba, al
reyezuelo y al petrel, que es del tamaño de la alondra, de plumaje de color
pardo negruzco con el arranque de la cola blanco, que vive en bandadas y se ve
en todos los mares nadando en las crestas de las olas para coger los huevos de
peces, crustáceos y moluscos, y que anida en las rocas desiertas. Para mí que
los animales de pluma sufren menos, no sabría decirles por qué. A la mañana
siguiente fue descubierto el cadáver de doña Pilarín lleno de moscas por un
pastor de ovejas, con la cabeza abierta, desnucada, los ojos vueltos y todas las charnelas y
fuelles de su cuerpo paralizados. Estaba rota como un buda de loza, como los
que venden los chinos. Nadie de los presentes, tampoco el juez de Calatayud,
que era juez sustituto, acertaron a
comprender tamaño suceso. Tras serle practicada la autopsia, fue enterrada sin
mayores ceremonias. Conservar a doña Pilarín en salmuera y exponerla al público
durante los cantares de pliegos de ciego y el tañer de la vihuela no traía cuenta desde el mismo día en que
tales romances dejaron de cumplir una función social, más aún sabiendo que la
Iglesia no
tomó nunca una postura clara ante este ese tipo de fenómenos. En consecuencia,
el género de la literatura de cordel ya no tenía rendibú entre los
bilbilitanos.
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