El Concejo de Cabrales consta de una docena de
pueblos, unos de vega y otros de montaña. Y ahí se fabrica un queso tundente y
con mucho fundamento. Víctor de la Serna,
el hijo de Concha Espina que solía
utilizar el seudónimo de Diego Plata,
contaba en su “Nuevo viaje de España” que
“existe un pueblo fuera de ese Concejo que fabrica un queso aún más fuerte y
exquisito que el de Cabrales”. Y hacía referencia a Tresviso, lindero aunque ya
en Cantabria, en la comarca de Liébana. Allí es famoso el queso picón, con denominación de origen que comparte con Bejes. Con
10 litros y medio de leche se prepara un kilo de queso, el cual, tras 20 días
de secado, es trasladado al interior de una cueva (la más famosa es la cueva de
la Sotorraña, en Bejes, que data de 1943) donde los quesos permanecen un mínimo
de dos meses en su proceso de curación. Las cuevas del entorno suelen tener una
temperatura constante de unos 9 grados y una humedad que ronda el 90 por ciento.
Pero Víctor de la Serna, en el libro referido, que se me antoja una delicia
para el lector, señala que “el queso de Cabrales parte de una pieza de queso
corriente, blanco como la nieve, hecho, como dicen allí, “de la leche del
ganado”; es decir, de una mezcla de leche de vacas, cabras y ovejas. La
proporción es tan indiferente que puede utilizarse leche de una sola clase.
Durante la elaboración de este queso se añade a la mezcla una cantidad pequeña
de miga de pan mohoso, donde está el penicillium, que ha de producir las
esporas que permiten la fermentación peculiar de este queso, esencialmente
igual al Roquefort”. Ya en la cueva, entre dos corrientes de aire, se colocan
los quesos sobre unas baldas de madera y se mueven un poco cada día, hasta que
a los cincuenta el queso ha cardenillado.
Ahí termina su proceso de curación. En ese mismo artículo, Víctor de la Serna
se hace preguntas difíciles de responder. Entre ellas, “¿quién podrá
explicarnos por qué el mismo hongo (penicillum)
que destruye una barrica de vino de Jerez, engendra la manzanilla en Sanlúcar,
o al revés? No sé, esa cuestión quizás la hubiese podido contestar Alexander
Fleming, muerto en 1955, el mismo año en el que Víctor de la Serna dedicaba
su libro en Madrid a los ingenieros de Montes, y que Gregorio Marañón le incluía los seis insuperables capítulos del
prólogo elaborados en su cigarral de Toledo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario