lunes, 2 de diciembre de 2019

Sobre el queso de Cabrales



El Concejo de Cabrales consta de una docena de pueblos, unos de vega y otros de montaña. Y ahí se fabrica un queso tundente y con mucho fundamento. Víctor de la Serna, el hijo de Concha Espina que solía utilizar el seudónimo de Diego Plata, contaba en su “Nuevo viaje de España” que “existe un pueblo fuera de ese Concejo que fabrica un queso aún más fuerte y exquisito que el de Cabrales”. Y hacía referencia a Tresviso, lindero aunque ya en Cantabria, en la comarca de Liébana. Allí es famoso el queso picón, con denominación de origen que comparte con Bejes. Con 10 litros y medio de leche se prepara un kilo de queso, el cual, tras 20 días de secado, es trasladado al interior de una cueva (la más famosa es la cueva de la Sotorraña, en Bejes, que data de 1943) donde los quesos permanecen un mínimo de dos meses en su proceso de curación. Las cuevas del entorno suelen tener una temperatura constante de unos 9 grados y una humedad que ronda el 90 por ciento. Pero Víctor de la Serna, en el libro referido, que se me antoja una delicia para el lector, señala que “el queso de Cabrales parte de una pieza de queso corriente, blanco como la nieve, hecho, como dicen allí, “de la leche del ganado”; es decir, de una mezcla de leche de vacas, cabras y ovejas. La proporción es tan indiferente que puede utilizarse leche de una sola clase. Durante la elaboración de este queso se añade a la mezcla una cantidad pequeña de miga de pan mohoso, donde está el  penicillium, que ha de producir las esporas que permiten la fermentación peculiar de este queso, esencialmente igual al Roquefort”. Ya en la cueva, entre dos corrientes de aire, se colocan los quesos sobre unas baldas de madera y se mueven un poco cada día, hasta que a los cincuenta el queso ha cardenillado. Ahí termina su proceso de curación. En ese mismo artículo, Víctor de la Serna se hace preguntas difíciles de responder. Entre ellas, “¿quién podrá explicarnos por qué el mismo hongo (penicillum) que destruye una barrica de vino de Jerez, engendra la manzanilla en Sanlúcar, o al revés? No sé, esa cuestión quizás la hubiese podido contestar  Alexander Fleming, muerto en 1955, el mismo año en el que Víctor de la Serna dedicaba su libro en Madrid a los ingenieros de Montes, y que Gregorio Marañón le incluía los seis insuperables capítulos del prólogo elaborados en su cigarral de Toledo.

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