Cuando algunos abrigábamos la idea de lo dificultoso
que resultaba encontrar ejemplares de “La
novela corta” y de “La novela del
sábado” en librerías de lance, apareció una colección de bolsillo de Emiliano Escolar por los años 80 que
volvió a dar vida a unos escritores que permanecían no ya en el purgatorio de
las letras sino en el fondo de los infiernos, como si aquellos literatos fuesen
inicuos, sin redención posible. Me refiero a Carrere, Zamacois, Retana, Cansinos Asens, Pedro Mata,
Alberto Insúa, Carmen de Burgos, José
Francés..., casi todos ellos clientes de Kursaal,
aquel teatrito de nombre rimbombante y cercano a la madrileña plaza del Carmen
donde actuaban cada noche la Argentinita,
Pastora Imperio, la Bella Belén y la Fornarina. Y alguno de ellos pudo renacer de sus cenizas para alegría de muchos lectores. Pero digo más:
a veces, gusta más la salsa que los caracoles; es decir, algunos prólogos encargados
por el editor resultaron ser más atractivos que el contenido en sí de muchas de
aquellas las novelillas cortas y agridulces. Como ejemplo valga “El raro amor de Gustavo Pinares”, de
José Francés, con prefacio de Rodrigo
Rubio, abaceteño de nación, paralítico, casado con la novelista Rosa Romá y ganador del Premio Planeta de 1965 con “Equipaje de amor para la tierra”, donde
María habla de su Hijo crucificado. Fue también, además
de columnista de ABC, colaborador de Radio Nacional de España, falleciendo en
Madrid en 2007. Rodrígo Rubio, en su
prefacio a la novela corta de José Francés, publicada en 1916, hace un
recorrido literario de la época. “La
colección de prensa Gráfica, un tesoro encontrarla ahora, -cuenta Rubio- con un
precio entre 30 y 50 céntimos ejemplar, y que anunciaba en las contraportadas
productos como el Depilatorio Jovincela,
que extirpaba el vello de raíz, y los Hipofosfitos
Salud, para las mamás que daban teta
a sus nenes", contaba con ilustraciones de Bartolozzi,
Sirio, Echea y Pérez Dolz, con
la excepción del trazo de Penagos,
siempre genial y único”. José Francés, que solía escribir con el seudónimo de Silvio Lago, había publicado sus
primeros cuentos a principios de siglo; en 1903, dos novelitas: “Dos guerras” y “Abrazo mortal”; obtuvo en 1905 un
premio otorgado por la revista Blanco
y Negro por su relato “Alma errante”;
y su sainete “Judith” obtuvo el Premio Nacional de Literatura, aunque
jamás se estrenó en un teatro. También hizo muchas críticas de arte en la revista
gráfica “La Esfera”. Fue empleado de
Correos por oposición y, además de escritor y crítico de arte, gran amigo de Juan de Contreras y López de Ayala, IX marqués de Lozoya, título concedido
a su antepasado, Luis de Contreras Girón
y Suárez de la Concha, por Carlos II
en 1686. El Hechizado fue un monarca
muy retratado, enfermizo y feo hasta la grosería, que lo único bueno que hizo
en su vida fue evitar que durante la regencia de Mariana de Austria (segunda consorte de Felipe IV, sobrina de éste, hija de Felipe III y prometida desde niña del príncipe Baltasar Carlos, muerto muy joven en Zaragoza, en 1646) se expoliase el
patrimonio histórico (tras la reconstrucción de buena parte de El Escorial después
del incendio de de 1671), evitando que la regente regalase a su hermano Juan Guillermo del Palatinado (coleccionista
compulsivo de obras de Rubens) gran
parte de ese patrimonio. Por resumir, “El raro amor de Gustavo Pinares” gira
en torno a la belleza de un cuadro de Rocío
Montoya, propiedad del marqués de
Urbealmar, que hereda como regalo prometido Gustavo
Pinares a la muerte de aquel noble montañés. La pintura representaba, como digo, a esa burguesa damisela desconocida, obra de Emilio
Sala, alcoyano fallecido en Madrid el 14 de abril de 1910 de una angina de
pecho, y que fue el mismo artista que decoró los techos del Café
de Fornos, el
palacio de Manzanedo, el palacio Anglada, el café Lion d’Or, el palacio de la infanta Isabel y la Cantina
Americana. Pero la pintura se había
vuelto como difuminada, aunque otras veces se transformaba en nítida y fresca,
como recién tomada del caballete. Un día, durante uno de sus paseos apareció
delante de los ojos de Gustavo Pinares una mujer, con el mismo rostro y aspecto
que Rocío Montoya. Su nombre era Lucienne
d’Ermononville y resultó ser la hija ésta. Gustavo Pinares vivió a partir
de entonces una etapa de su vida tormentosa con Lucienne. El relato termina de forma inesperada
al tiempo que se escucha en el exterior de su casa el triste ladrido de un perro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario