Mi trabajo de ayer, “Tres sucesos románticos”, se perdió en la nube misteriosa al darle
al ordenador una orden equivocada. Hacía referencia a un ensayo de José Bergamín (“A buen Cristo, mucha luz”) que había releído unos días antes y
que formaba parte de su libro “Al volver”
(Biblioteca Breve, 1974). En su ensayo, Bergamín hacía referencia al luminoso Cristo, de Velázquez, actualmente colocado entre Las meninas y Las hilanderas
en el Museo del Prado tras haber pasado mucho tiempo en casa de Godoy. Un lienzo pintado por Velázquez,
como digo, para el antiguo convento de religiosas benedictinas de San Plácido (construido
en 1641 entre las calles madrileñas de San Roque y Pez, en lo que en la
actualidad se conoce como barrio de Malasaña) posiblemente por encargo del rey Felipe IV; y que fue colgado
inicialmente en la pared de la sacristía de la iglesia (entonces llamada de la
Encarnación Bendita) de ese convento. Todo apunta a que, en 1619, Jerónimo de Villanueva adquirió el
solar donde ya existía una iglesia como regalo para Teresa Valle de la Cerda, mujer de la que estaba enamorado. Teresa
no aceptó la petición de matrimonio que le había ofrecido Jerónimo y prefirió
aceptar ser priora del convento benedictino donde habían llegado las primeras
religiosas en 1624. En el convento había monjas pero faltaba un confesor. Fue
elegido fray Francisco García Calderón,
de cincuenta y seis años, autor de un cambalache en el que intervino la
Inquisición al producirse entre aquellas monjas, casi unas niñas, una “epidemia
de histerismo colectivo” al creerse que estaban poseídas por el demonio al que
denominaron Peregrino raro, se
prestaron a raros exorcismos por fray Francisco, terminando aquellas monjas “endemoniadas”
y su confesor presos en Toledo por orden de la Inquisición, tal y como explica
con claridad Gregorio Marañón en su
ensayo “El Conde-Duque de Olivares”
(Austral, pp.126-133). Posiblemente, la verdad del cuento se la llevó a tumba don Gaspar de Guzmán y Pimentel, valido
de Felipe IV, gordo, medio inútil, gotoso y fatigándose mucho, con la
conciencia torturada y siempre acompañado de sus fieles criados Burrigay y Llamazares, muriendo el sábado 22 de julio de 1645 a las 9 de la
mañana de tabardillo (sin
significación precisa), de arterioesclerosis y de una posterior erisipela en la
ciudad de Toro, donde había sido desterrado, tras ser asistido por los médicos toresanos
Francisco Medina y Lázaro de la Fuente y por Cipriano Maroja, catedrático de Medicina
en Valladolid; y posteriormente embalsamado y trasladado en ataúd de plomo su
corrompido cuerpo hasta Loeches tras un largo y agitado camino de la comitiva
que le acompañó hasta ser sepultado en el monasterio de la Inmaculada
Concepción, fundado por él. De Velázquez se conservan tres cuadros suyos: uno
de ellos de cuerpo entero pintado en 1624 y que se conserva en el Museo de Arte
de Sao Paulo; otro, de medio cuerpo,
pintado en 1638, que se conserva en el Museo del Hermitage; y un tercero, a
caballo (1634), que se expone en el Museo del Prado. También existe un supuesto
retrato de su esposa y prima, Inés de
Zúñiga y Velasco, en el Museo de Huesca, copia anónima y reducida de una
dama atribuida a Velázquez, que se conserva en la Gemäldegalerie de Berlín. Por
terminar, recomiendo la lectura del libro “Alguien
heló tus labios”, de Fernando García de Cortázar (Editorial Kailas, colección
KF. 2016), donde se hace un recorrido de los últimos tres siglos para entender
nuestra historia. Lamento por falta de tiempo no poder hacer un balance histórico
sobre la figura de Jerónimo de Villanueva, valido del valido y de su esposa, la
exclaustrada que decidió convertirse en su mujer y que tanta influencia
tuvieron en el devenir histórico. Quizás lo deje otro día. No quiero terminar,
sin embargo, sin contar que Felipe IV se enamoró de una novicia, sor Margarita de la Cruz, y que ambos tuvieron
citas a escondidas. De hecho, el rey, ayudado por Olivares y Jerónimo de
Villanueva quiso secuestrarla una noche.
Para librarse de éste, Margarita se hizo la muerta en su celda, amortajada y
metida en un ataúd. El rey, después de contemplar esa escena, se marchó
despavorido y obligó a instalar un reloj en la iglesia del convento que tañía
las campanas cada cuarto de hora en toque de difuntos, también conocido como “clamor”.
A la muerte de sor Margarita, aquellas campanas no volvieron a tocar nunca más,
salvo cuando fallecía una monja. Tras aquella “comedia” disuasoria, Felipe IV donó el velazqueño Cristo crucificado al convento. En 1804 aquel cuadro fue comprado por Godoy, como decía, por 60.000 reales, pasando más
tarde a estar en poder de su esposa, María
Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa
de Chinchón. Hasta que en 1826, durante su exilio en Paris, la condesa puso
el cuadro en venta, sin éxito, pasando a su muerte (1828) el cuadro a ser propiedad
de su cuñado, el duque de San Fernando
de Quiroga, quien se lo regaló a Fernando
VII. Un año después (1829) pasó al Museo del Prado. Aquel Cristo le sirvió de inspiración poética
a Miguel de Unamuno, autor en 1920
de su famoso trabajo “El Cristo de Velázquez”, dividido en cuatro
partes y con diferentes perspectivas: Cristo
mito, Cristo hombre-Cruz, Cristo Dios y Cristo
eucarístico, siguiendo la estela de fray Luis de León y su obra “De los nombres de Cristo”, en verso
blanco; es decir, sin rima, aunque cumpliendo los requisitos de medida.
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