miércoles, 11 de diciembre de 2019

Sobre el Cristo velazqueño



Mi trabajo de ayer, “Tres sucesos románticos”, se perdió en la nube misteriosa al darle al ordenador una orden equivocada. Hacía referencia a un ensayo de José Bergamín (“A buen Cristo, mucha luz”) que había releído unos días antes y que formaba parte de su libro “Al volver” (Biblioteca Breve, 1974). En su ensayo, Bergamín hacía referencia al luminoso Cristo, de Velázquez, actualmente colocado entre Las meninas y Las hilanderas en el Museo del Prado tras haber pasado mucho tiempo en casa de Godoy. Un lienzo pintado por Velázquez, como digo, para el antiguo convento de religiosas benedictinas de San Plácido (construido en 1641 entre las calles madrileñas de San Roque y Pez, en lo que en la actualidad se conoce como barrio de Malasaña) posiblemente por encargo del rey Felipe IV; y que fue colgado inicialmente en la pared de la sacristía de la iglesia (entonces llamada de la Encarnación Bendita) de ese convento. Todo apunta a que, en 1619, Jerónimo de Villanueva adquirió el solar donde ya existía una iglesia como regalo para Teresa Valle de la Cerda, mujer de la que estaba enamorado. Teresa no aceptó la petición de matrimonio que le había ofrecido Jerónimo y prefirió aceptar ser priora del convento benedictino donde habían llegado las primeras religiosas en 1624. En el convento había monjas pero faltaba un confesor. Fue elegido fray Francisco García Calderón, de cincuenta y seis años, autor de un cambalache en el que intervino la Inquisición al producirse entre aquellas monjas, casi unas niñas, una “epidemia de histerismo colectivo” al creerse que estaban poseídas por el demonio al que denominaron Peregrino raro, se prestaron a raros exorcismos por fray Francisco, terminando aquellas monjas “endemoniadas” y su confesor presos en Toledo por orden de la Inquisición, tal y como explica con claridad Gregorio Marañón en su ensayo “El Conde-Duque de Olivares” (Austral, pp.126-133). Posiblemente, la verdad del cuento se la llevó a tumba don Gaspar de Guzmán y Pimentel, valido de Felipe IV, gordo, medio inútil, gotoso y fatigándose mucho, con la conciencia torturada y siempre acompañado de sus fieles criados Burrigay y Llamazares, muriendo el sábado 22 de julio de 1645 a las 9 de la mañana de tabardillo (sin significación precisa), de arterioesclerosis y de una posterior erisipela en la ciudad de Toro, donde había sido desterrado, tras ser asistido por los médicos toresanos Francisco Medina y Lázaro de la Fuente y por Cipriano Maroja, catedrático de Medicina en Valladolid; y posteriormente embalsamado y trasladado en ataúd de plomo su corrompido cuerpo hasta Loeches tras un largo y agitado camino de la comitiva que le acompañó hasta ser sepultado en el monasterio de la Inmaculada Concepción, fundado por él. De Velázquez se conservan tres cuadros suyos: uno de ellos de cuerpo entero pintado en 1624 y que se conserva en el Museo de Arte de Sao Paulo;  otro, de medio cuerpo, pintado en 1638, que se conserva en el Museo del Hermitage; y un tercero, a caballo (1634), que se expone en el Museo del Prado. También existe un supuesto retrato de su esposa y prima, Inés de Zúñiga y Velasco, en el Museo de Huesca, copia anónima y reducida de una dama atribuida a Velázquez, que se conserva en la Gemäldegalerie de Berlín. Por terminar, recomiendo la lectura del libro “Alguien heló tus labios”, de Fernando  García de Cortázar (Editorial Kailas, colección KF. 2016), donde se hace un recorrido de los últimos tres siglos para entender nuestra historia. Lamento por falta de tiempo no poder hacer un balance histórico sobre la figura de Jerónimo de Villanueva, valido del valido y de su esposa, la exclaustrada que decidió convertirse en su mujer y que tanta influencia tuvieron en el devenir histórico. Quizás lo deje otro día. No quiero terminar, sin embargo, sin contar que Felipe IV se enamoró de una novicia, sor  Margarita de la Cruz, y que ambos tuvieron citas a escondidas. De hecho, el rey, ayudado por Olivares y Jerónimo de Villanueva quiso  secuestrarla una noche. Para librarse de éste, Margarita se hizo la muerta en su celda, amortajada y metida en un ataúd. El rey, después de contemplar esa escena, se marchó despavorido y obligó a instalar un reloj en la iglesia del convento que tañía las campanas cada cuarto de hora en toque de difuntos, también conocido como “clamor”. A la muerte de sor Margarita, aquellas campanas no volvieron a tocar nunca más, salvo cuando fallecía una monja. Tras aquella “comedia” disuasoria,  Felipe IV donó el velazqueño Cristo crucificado al convento. En 1804 aquel cuadro fue comprado por Godoy, como decía, por 60.000 reales, pasando más tarde a estar en poder de su esposa, María Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa de Chinchón. Hasta que en 1826, durante su exilio en Paris, la condesa puso el cuadro en venta, sin éxito, pasando a su muerte (1828) el cuadro a ser propiedad de su cuñado, el duque de San Fernando de Quiroga, quien se lo regaló a Fernando VII. Un año después (1829) pasó al Museo del Prado. Aquel Cristo le sirvió de inspiración poética a Miguel de Unamuno, autor en 1920 de su famoso trabajo “El  Cristo de Velázquez”, dividido en cuatro partes y con diferentes perspectivas: Cristo mito, Cristo hombre-Cruz, Cristo Dios y Cristo  eucarístico, siguiendo la estela de fray Luis de León y su obra “De los nombres de Cristo”, en verso blanco; es decir, sin rima, aunque cumpliendo los requisitos de medida.

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