El diario La
Vanguardia señala que, según la consultora Ipsos, “hay un 33% de los
españoles a los que no les gustan las fiestas navideñas. Un 27% de ellos afirma que
esas fiestas les agradan muy poco –son más que el 26%, que afirma las adoran– y
un 6% directamente las odia”. Yo
formo parte de ese 6% desde que tengo uso de razón por diversas causas que
ahora no hacen al caso, y reconozco que en las cenas de Nochebuena suelo
esforzarme por conseguir que todo transcurra en buena armonía. Eso sí, siempre
evito hablar de política o de religión (el fútbol no lo contemplo), donde jamás
nos ponemos de acuerdo. Tampoco acostumbro a poner en casa signos relacionados
con esas fiestas tradicionales, y si recibo alguna felicitación escrita, por
suerte cada vez menos, la tiro a la basura como si fuese propaganda. Eso de
“feliz Navidad y próspero año nuevo” se me antoja como un insufrible tópico. José Antonio Garmendia, sobre el que
escribí días pasados, decía respecto al nacimiento del Nazareno que a él le gustaba más “cuando lo matan”, refiriéndose a la Semana Santa. Se comprende,
era sevillano de nación. En Andalucía el culto de latría y el culto de dulía se
mezclan en un cóctel místico explosivo de difícil manejo, considerando que al
Nazareno sólo se le puede dar culto de latría a partir de su resurrección, ya
que en vida (incluidas pasión y muerte) sólo se le podría dar, si acaso, culto
de “dulía relativa”, como es el caso de las imágenes procesionales o las
reliquias, al no merecer culto por sí mismas. La Navidad, por resumir, es un
convoy que circula una vez al año y que en cada viaje arrastra menos vagones.
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