En su artículo de El Periódico de Aragón, Miguel
Miranda (sin parentesco con el autor
de este blog) hace referencia a las
termitas aparecidas en la basílica del Pilar y a las bombas colgadas en una
pared cercana al camarín pilarista. Dice Miranda: “…y el Cabildo, con buen
criterio, ha puesto el foco sobre los malditos insectos y ha pedido ayuda
económica al sufrido pueblo fiel para que apoquinen los 8.228 euros que vale el
tratamiento con productos antixilófagos”. Añade Miranda: “Mi tío Dionisio, cuando aquellas bombas, con
sus 19 años se alistó voluntario para defender el Pilar y se dejó la vida. El
cura que lo convenció se quedó en la retaguardia y yo le conocí con sus
insignias de coronel encima de la sotana y el pistolón debajo”. Vamos, lo que
cuenta Miranda me recuerda a Isabelo Florence
en “Cristo versus Arizona”, que
refiere Cela en referencia a aquel “lego de la misión Santísima Trinidad, que
sabe que el pújiro Pato Macario va
de flor de fuego en el culo pero se lo calla para que no le chacalie el
resuello, para que no le asesinen los remordimientos de conciencia…”. Su
tío Dionisio y el coronel castrense cuyo nombre desconozco parecen como sacados
de los Episodios galdosianos. Las
termitas de las catedrales son como la blenorragia secreta de los grandes
caserones. Nada de usar productos antixilófagos. Hay que aplicar aceite inglés y el ungüento de Salomón tanto a la carcomida madera del Pilar como al
Cabildo pedigüeño. Menos mal que las termitas no atacan, al menos que yo sepa,
a las pechinas de Goya ni a las
bombas de acero ancladas en la pared del templo, que son como las nuevas Tablas de la Alianza de los acuerdos
Iglesia-Estado en forma de supositorios, que parecen indicar a la feligresía y
a los turistas quién manda a aquí y en los grasientos abismos, donde unos
toboganes lubricados con baba cardenalicia deslizan a conversos e inicuos a
modo de barca de Caronte al cielo,
por la turris ebúrnea; o al infierno,
por espirales de caminos sinuosos llenos de baches y precipicios que desembocan
en el abismo. La “teoría del milagro”
de las bombas pilaristas que nunca explosionaron se vino abajo al comprobar más
tarde que aquellos artefactos (dos caídos sobre la techumbre del templo, otro
en la calle y un cuarto en el Ebro) tenían la pólvora, el fulminante, el cebo y el
multiplicador colocados en orden indebido, y que todo aquel paripé había sido una maniobra orquestada por los
mandos de las tropas rebeldes. El milagro de aquella chapuza artificiera de fragmentación
sería que hubiese explosionado, descuartizando a un sacristán, a tres
infanticos, a dos fieles arrodillados en
pleno ilapso contemplativo y expiatorio de la adoración nocturna y a un sereno
que en el exterior de una de sus puertas intentase abrigarse del cierzo en su pretensión de
encender un cigarro de ideales.
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