martes, 24 de diciembre de 2019

La teoría del milagro



En su artículo de El Periódico de Aragón, Miguel Miranda (sin parentesco con  el autor de este blog) hace referencia a las termitas aparecidas en la basílica del Pilar y a las bombas colgadas en una pared cercana al camarín pilarista. Dice Miranda: “…y el Cabildo, con buen criterio, ha puesto el foco sobre los malditos insectos y ha pedido ayuda económica al sufrido pueblo fiel para que apoquinen los 8.228 euros que vale el tratamiento con productos antixilófagos”. Añade Miranda: “Mi tío Dionisio, cuando aquellas bombas, con sus 19 años se alistó voluntario para defender el Pilar y se dejó la vida. El cura que lo convenció se quedó en la retaguardia y yo le conocí con sus insignias de coronel encima de la sotana y el pistolón debajo”. Vamos, lo que cuenta Miranda me recuerda a Isabelo Florence en “Cristo versus Arizona”, que refiere Cela en referencia a aquel “lego de la misión Santísima Trinidad, que sabe que el pújiro Pato Macario va de flor de fuego en el culo pero se lo calla para que no le chacalie el resuello, para que no le asesinen los remordimientos de conciencia…”. Su tío Dionisio y el coronel castrense cuyo nombre desconozco parecen como sacados de los Episodios galdosianos. Las termitas de las catedrales son como la blenorragia secreta de los grandes caserones. Nada de usar productos antixilófagos. Hay que aplicar aceite inglés y el ungüento de Salomón tanto a la carcomida madera del Pilar como al Cabildo pedigüeño. Menos mal que las termitas no atacan, al menos que yo sepa, a las pechinas de Goya ni a las bombas de acero ancladas en la pared del templo, que son como las nuevas Tablas de la Alianza de los acuerdos Iglesia-Estado en forma de supositorios, que parecen indicar a la feligresía y a los turistas quién manda a aquí y en los grasientos abismos, donde unos toboganes lubricados con baba cardenalicia deslizan a conversos e inicuos a modo de barca de Caronte al cielo, por la turris ebúrnea; o al infierno, por espirales de caminos sinuosos llenos de baches y precipicios que desembocan en el abismo. La “teoría del milagro” de las bombas pilaristas que nunca explosionaron se vino abajo al comprobar más tarde que aquellos artefactos (dos caídos sobre la techumbre del templo, otro en la calle y un cuarto en el Ebro)  tenían la pólvora, el fulminante, el cebo y el multiplicador colocados en orden indebido, y que todo aquel paripé  había sido una maniobra orquestada por los mandos de las tropas rebeldes. El milagro de aquella chapuza artificiera de fragmentación sería que hubiese explosionado, descuartizando a un sacristán, a tres infanticos,  a dos fieles arrodillados en pleno ilapso contemplativo y expiatorio de la adoración nocturna y a un sereno que en el exterior de una de sus puertas intentase abrigarse del cierzo en su pretensión de encender un cigarro de ideales.

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