Llega un momento en el que ya no sabes dónde colocar
los libros. No deseas deshacerte de ninguno y llega un momento, como digo, en el que los
tienes por el suelo atrapando polvo y en espera de un mejor acomodo. Pero
cuando la casa es pequeña parece difícil que cada mochuelo se encuentre en su
nido y que cada volumen se tope con la vista del lector sin tener que rebuscar
como un inope en un contenedor de basura. A don Quijote le quemaron la biblioteca y uno espera que su muerte
los herederos manden los libros a paseo, o sea, a una librería de lance como la
que estuvo en principio en la calle de la Libertad y más tarde en la calle
Estébanes, en El Tubo zaragozano, hasta su cierre definitivo en 1994, mi amigo Inocencio Ruiz Lasala, afamado biobibliógrafo.
En una entrevista que le hizo Javier
Barreiro en 2012, Inocencio Ruiz le contaba: “Cuando presto un libro, digo
que permito que no me lo devuelvan a condición de que, después de leerlo se lo
dejen a alguien. Ahora me han devuelto uno, Las ruinas de Palmira, que
hace muchos años le dejé a Lerín,
aquel portero del Zaragoza. No sé por las manos que habrá pasado”. Las ruinas de Palmira es obra de Constantin François de Chasseboeuf, al que Napoleón hizo conde de
Volney. En el desierto de Siria, al nordeste de Damasco, se encuentra el
oasis de Afqa, que ha perdido gran parte de sus obras monumentales por culpa de
la barbarie de los yihadistas del Estado Islámico, entre ellas el santuario de Baalshamin, el Templo de Bel y el Arco de Triumfo. Todo saltó por los aires con las voladuras
explosivas de los descerebrados de Daesh. Constituían un testimonio de la época
de apogeo de la reina Zenoba, que
ocupó el trono a la muerte de su marido, Septimio
Odenato, hasta el año 272. En otro apartado de la entrevista que le hizo
Barreiro, Inocencio Ruiz aclara que “las putas de antes eran de muy buenos
sentimientos”. Barreiro le recordaba: “Usted no viene de una familia de intelectuales.
Antes de abrir la librería había sido zapatero, bailarín, botones,
sindicalista, algo torero, algo amigo de cabarets y puteques”. Inocencio Ruiz le respondió sin cortarse: “No
fui casi al colegio. Mis padres tenían la teoría de que había que llevar los
hijos a la escuela muy tarde. Eso hicieron conmigo, pero me sacaron muy pronto.
A los once años y nueve meses ya estaba en el Teatro Circo, de botones. Allí había que estar hasta la madrugada,
incluso cuando se cerraba el teatro para los bailes, los reservados, el foyer
y todo eso… Para atraer a la gente, había allí una tanguista a la que llamaban Sofía Borgia. La Reina del Cabaret, le decían. Resulta que se encaprichó de mí y
se me comía a besos, me llevaba al palco donde cenaban y me daba champán y de
todo. Los propietarios eran tres socios, José
Blasco Ijazo, el que fue después cronista oficial de Zaragoza, uno del que
no recuerdo su nombre y Manuel Sánchez
Roca. Este me llamó aparte un día y me dijo: “Oye, a ti no te conviene
esto, vente a una agencia pública que tenemos”. De allí pasé a Casa Montserrat como cortador de
calzado. Estuve doce años y, como seguía mi afición a la lectura y tenía poco
dinero –debía comprar un libro y venderlo para comprar otro-, pensé que lo mejor
era convertirme en librero. Así, en 1941 abrí mi primer local”. En 1947 fundó
en Zaragoza una biblioteca circulante. Así
lo comentaba: “Era exquisita, en cuanto a autores. Compraba las novedades y las
exponía en una vitrina del cine Coliseo.
Duró catorce años. Por siete pesetas al mes los lectores se podían llevar todo
lo que pudieran leer. En cada libro había un sobre y una ficha para el control.
Pero aún así hubo uno que me robó todo lo que quiso. No sé cómo fui tan tonto
que no me di cuenta hasta después. Con las fichas se llevaba el control, pero
éste se los llevaba escondidos. Un militar. Ramillete, se llamaba”. Todo un sinvergüenza al que Inocencio Ruiz
nunca atrapó, o prefirió hacerse el tonto…
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