Es triste vivir en un zaquizamí, aunque tal buhardilla
se encuentre en la zona más cara de la ciudad, donde los camareros de los bares
van de chaquetilla blanca y pajarita negra y donde las señoras usan abrigos de
pellejina hasta para ir a comprar chirlas al puesto del mercadillo. El día de
san Pedro Nolasco de 1966 seis amigos dieron sepultura a Bernardo Benavente Cabrera,
alias Espigarda Chico, que se había
cortado la coleta en la plaza de Cuenca el 15 de agosto de 1921, día de la
Asunción. Al menos, eso cuenta Camilo
José Cela en “Nuevas escenas
matritenses”. Es malo que te pille un toro. Peor aún que le enfile a uno la
cuerna de la desgracia siendo ya anciano y se vea en la necesidad de montar un
cajoncillo en la calle y una silla de tijera para vender cajetillas de tabaco.
Hay cerilleros con mejor suerte, como Alfonso
en el Café Gijón; que, además de
vender tabaco y estar caliente, conocía a la distinguida clientela que acudía a
las tertulias literarias y que, a veces, le invitaba a una orangina o a una
copita de anís; o limpiabotas, como mi amigo El Chava, en el café Pavón, de Calatayud. En ese sentido, nada como leer a Francisco Umbral y la primera noche que entró en aquel Café: “Puede
que fuese una noche de sábado. Había humo, tertulias, un nudo de gente en pie,
entre la barra y las mesas, que no podía moverse en ninguna dirección, y
algunas caras vagamente conocidas…”. Aquel chico de Valladolid había llegado a
Madrid para quedarse, creo que en 1960, y el motivo de su viaje no era otro
que poder “dar una lectura de cuentos en el aula pequeña del Ateneo, traído por
José Hierro", y tuvo la suerte de
poder encontrar un hueco en uno de los divanes. Conservo una foto de El Mundo (30/08/2007) donde aparece Pedro
J.Ramírez del brazo de María España
a su llegada al cementerio de la Almudena dispuestos ambos a asistir a una
ceremonia civil consistente en una sobria despedida del escritor de apenas
quince minutos, que concluyó con música de Verdi
y de Joaquín Rodrigo y el
inopinado rezo de un padrenuestro demandado por Inés de Oriol, una de sus musas. Y allí quedó Umbral, como maleta
en consigna de estación, cerca del hijo muerto que le inspiró su elegíaca
novela “Mortal y rosa”.
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