lunes, 10 de febrero de 2020

La laminería de Galdós



En Aragón se definen como lamineras a las personas aficionadas a comer golosinas. Su nombre parece que proviene de unos antiguos caramelos en forma de ladrillo, los llamados “adoquines” de fama en Calatayud, en cuyo envoltorio podían leerse coplillas joteras. Se dice que los cubanos y los canarios son muy aficionados a las golosinas. Un ejemplo claro lo tenemos en Benito Pérez Galdós, inolvidable escritor del que el pasado 4 de enero se conmemoró el centenario de su muerte. En invierno, durante sus largas estancias en Toledo, era fácil verlo ruar con abrigo negro, tapado con una bufanda blanca, un puro en la mano y el pelo cortado al rape. Para llegar a entender  a ese ilustre personaje hay que leer a Gregorio Marañón. En su obra “Elogio y nostalgia de Toledo”,  Marañón describe detalles nimios de Galdós que, de no haberlos plasmado en sus escritos, posiblemente hubiesen pasado desapercibidos para sus biógrafos.  Señala Marañón que  “las visitas conventuales tenían en otras ocasiones, como he dicho, un fin, aunque dulce, más prosaico: la compra de compotas y confituras a las que Galdós, como buen canario, era en extremo aficionado. Las preferidas eran las religiosas de Santa Fe, que tuvieron por entonces fama comparable a la de las insignes monjitas de San Leandro, de Sevilla, o a la de los conventos reposteriles de Granada, ciudad excepcional para esta industria, por ser tan mora y por asentar en una vega donde el azúcar se produce como una bendición”. (…) “Nunca volvía a Madrid sin su acopio de los tarros y potes de Santa Fe, y a ello se unían los manojos de palo dulce, que en ‘La Alberquilla’ se produce en abundancia y que casi siempre tenía sobre la mesa de trabajo para distraerse y disminuir el continuo fumar”. En Toledo, Galdós intimo con  un pintor costumbrista de origen aragonés, Ricardo Arredondo Calmache (Cella, 1850-Toledo, 1911)  que le recomendó la pensión de las hermanas Figueras, en el número 16 de la calle Santa Isabel, nada más llegar a Toledo y dispuesto a escribir “Ángel Guerra”, y con ese pintor solía pasear por las tardes. Arredondo, pese a tener un tío canónigo en Toledo que gozaba de muchos privilegios, vivía solo junto a la puerta del Cambrón. “Una viejecita -contaba  Marañón- le hacía la cama y la limpieza  y todas las mañanas le subía el agua para regar las flores”. Por Marañón también sabemos que  Arredondo comía fuera, invariablemente en casa de Granullaque, el famoso figón a espaldas de Zocodover, en la plaza de barrio Rey, en muchas ocasiones acompañado de Galdós y de su sobrino José Hurtado de Mendoza, donde invariablemente comían perdiz escabechada, cabrito asado y mazapán que ellos mismos acostumbraban a adquirir en la tienda de Labrador, de reconocido prestigio.Pero describir la glotonería de Galdós requeriría otro capítulo. 

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