En Aragón se definen como lamineras a las personas
aficionadas a comer golosinas. Su nombre parece que proviene de unos antiguos
caramelos en forma de ladrillo, los llamados “adoquines” de fama en Calatayud,
en cuyo envoltorio podían leerse coplillas joteras. Se dice que los cubanos y
los canarios son muy aficionados a las golosinas. Un ejemplo claro lo tenemos
en Benito Pérez Galdós, inolvidable escritor
del que el pasado 4 de enero se conmemoró el centenario de su muerte. En
invierno, durante sus largas estancias en Toledo, era fácil verlo ruar con
abrigo negro, tapado con una bufanda blanca, un puro en la mano y el pelo
cortado al rape. Para llegar a entendera ese ilustre personaje hay que leer a Gregorio Marañón. En su obra “Elogio
y nostalgia de Toledo”, Marañón
describe detalles nimios de Galdós que, de no haberlos plasmado en sus escritos,
posiblemente hubiesen pasado desapercibidos para sus biógrafos. Señala Marañón que “las
visitas conventuales tenían en otras ocasiones, como he dicho, un fin, aunque
dulce, más prosaico: la compra de compotas y confituras a las que Galdós, como
buen canario, era en extremo aficionado. Las preferidas eran las religiosas de
Santa Fe, que tuvieron por entonces fama comparable a la de las insignes
monjitas de San Leandro, de Sevilla, o a la de los conventos reposteriles de
Granada, ciudad excepcional para esta industria, por ser tan mora y por asentar
en una vega donde el azúcar se produce como una bendición”. (…) “Nunca volvía a Madrid sin su acopio de los
tarros y potes de Santa Fe, y a ello se unían los manojos de palo dulce, que en
‘La Alberquilla’ se produce en abundancia y que casi siempre tenía sobre la
mesa de trabajo para distraerse y disminuir el continuo fumar”. En Toledo,
Galdós intimo con un pintor costumbrista
de origen aragonés, Ricardo Arredondo
Calmache (Cella, 1850-Toledo, 1911) que le recomendó la pensión de las hermanas Figueras, en el número 16 de la calle
Santa Isabel, nada más llegar a Toledo y dispuesto a escribir “Ángel Guerra”, y con ese pintor solía
pasear por las tardes. Arredondo, pese a tener un tío canónigo en Toledo que
gozaba de muchos privilegios, vivía solo junto a la puerta del Cambrón. “Una
viejecita -contaba Marañón- le hacía la
cama y la limpiezay todas las mañanas
le subía el agua para regar las flores”. Por Marañón también sabemos que Arredondo comía fuera, invariablemente en casa de Granullaque, el famoso figón a
espaldas de Zocodover, en la plaza de barrio Rey, en muchas ocasiones
acompañado de Galdós y de su sobrino José
Hurtado de Mendoza, donde invariablemente comían perdiz escabechada,
cabrito asado y mazapán que ellos mismos acostumbraban a adquirir en la tienda
de Labrador, de reconocido prestigio.Pero describir la glotonería de Galdós requeriría otro capítulo.
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