martes, 18 de febrero de 2020

Sobre torrijas y nicanores



El próximo día 26 de febrero será Miércoles de Ceniza. Ello significa que ya se habrá enterrado a la sardina el día anterior y que dará comienzo la Cuaresma. Durante mi niñez y parte de mi adolescencia, recuerdo, se tapaban con telas de color morado todos los altares de las iglesias hasta el Domingo de Resurrección. Eso ya no ocurre. Lo que sí acontece es que muchos lamineros ya están pensando en las torrijas, esas rebanadas de pan empapadas en leche, rebozadas en huevo, fritas en la sartén y espolvoreadas de azúcar y canela. Hay quien les añade miel. Las torrijas ya fueron documentadas  por Apicio en el recetario “De re coquinaria”  en el siglo I. Durante la Edad Media se entendía que su consumo estimulaba la lactancia. Y en el siglo XV Juan de la Encina  (él las llama “torrejas”) mantuvo en su villancico que era un plato reconstituyente  para las mujeres durante el puerperio. Así lo dejó escrito:
"En cantares nuevos / gocen sus orejas, / miel e muchos huevos / para hacer torrejas, / aunque sin dolor / parió al Redemptor".
En realidad, siempre fue una manera de poder aprovechar el pan sobrante de días anteriores. Parece evidente que en Cuaresma, con los ayunos y las abstinencias obligados por la Iglesia Católica, sobraba en las casas mucho pan al carecer de viandas dónde poderlo untar, como era costumbre. Las monjas de algunos conventos, que también  confeccionaban ese delicioso manjar tanto para uso interno como para su puesta a la venta, le encontraron a las torrijas un significado místico: las sobras de pan duro significaban para ellas el cuerpo inerte del Nazareno, la fritura en aceite estaba relacionada con su sufrimiento en la cruz, y la leche, el azúcar o la miel, equivalían a la esperanza, o a la gloria. Yo, quizás por ser lamerón como buen hijo de cubano, me inclino por lo último. La gula es un pecado disculpable, o debería serlo. Pero confieso que existe algo que me gusta más que las torrijas. Son los nicanores de Boñar. Lo que ya no sé es si el pastelero leonés Nicanor  Rodríguez González tiene una estatua dedicada en esa villa. La merece, o al menos que en el escudo local, en vez de los tres cuarteles que lo componen, el agua, la torre con el reloj del Maragato y el Negrillón del siglo XVI (que se secó en los años 80 por la grafiosis, enfermedad de los olmos, y que tuvo que ser talado por empleados municipales en enero de 2016) debería añadirse un cuarto cuartel con uno de esos hojaldrados ideados por don Nicanor hace ahora 140 años. Por cierto, el Negrillón desaparecido tenía hasta una jota, la Jota de Boñar, cuya letra dice: “Dos cosas que no tiene León /el maragato en la torre/ y en la plaza el negrillón”.

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