Coincidiendo con la festividad de san Blas, doña Basilisa hacía unas rosquillas de anís para que el cura
ecónomo, don Mamerto, pudiese
bendecirlas por la tarde, a la hora de merendar, que era cuando el párroco
aparecía por la casa dispuesto a hisopar las rosquillas, el anís, el chocolate
a la taza y todo lo que hubiese sobre el blanco mantel de la mesa del comedor.
Mientras esperaba al tonsurado, el doctor don Celerino Barluenga, piel y venéreas, se
sentaba en una cómoda butaca con orejas y leía algo de fuste. Es esta ocasión, la Obra
Completa, de Víctor Pradera,
tomo II, en cartoné rojo (Instituto de
Estudios Políticos, Madrid, 1945) con prólogo de Francisco Franco. El libro lo había adquirido don Celerino en uno
de sus viajes a Zaragoza, en la librería de lance de Inocencio Ruiz. Pero no había podido enfrascarse en la lectura
reposada del prólogo del caudillo, que
aparecía en el tomo I. Acababa de leer una breve intervención de Pradera en las
Cortes donde éste mostraba su deseo de que el Gobierno aplicase su clemencia a
elementos carlistas que hubieron de expatriarse y sufrían una de las más
dolorosas penas, la de destierro. Era una intervención, como digo, que había
quedado plasmada en el Diario de Sesiones
del día 28 de noviembre de 1901. Terminada su lectura, el doctor Celerino
Barluenga, piel y venéreas, se disponía a leer el artículo “El valor de Castilla”, que Víctor Pradera había escrito en 1928
durante su veraneo en San Sebastián; y que, posteriormente, había enviado al
diario ABC para su publicación, como
así puede leerse en la hemeroteca de ese diario madrileño con fecha 17 de julio
de aquel año. En el último párrafo del artículo, Pradera contaba: “En la frontera de la tierra vasca, el
miquelete, con su aire marcial de militar, entreverado de su nativa condición
de labrador, se hace presente la llegada del tren…”. Fue entonces cuando
sonó el timbre, la criada abrió la puerta, y apareció el ecónomo dispuesto a
bendecir las rosquillas y, por aquello de ir por atún y ver al duque,
participar de lleno en la bendita merienda. Portaba en uno de los bolsillos de
la raída sotana un hisopo, mantenía que de su invención, en forma de bola y que
no era cosa distinta que uno de esos adminículos lleno de perforaciones que se
utiliza para poner dentro té y sumergirlo en el agua hirviendo de la tetera. El
agua bendita (el cura sostenía que era agua del manantial de Fontecabras, en
Jaraba) la portaba en un pequeño frasco hexagonal provisto de cuentagotas, que
antes había contenido cinaroxyl, un fármaco contra las afecciones hepáticas. No
cabe duda de que las rosquillas de anís, cuando son hisopadas con agua bendita,
adquieren mayor textura en boca. Más aún si van acompañadas de unas copitas de anís Las Cadenas, de finísimo paladar.
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