Recuerdo que en 1964 ya
disfrutábamos de “25 años de paz”
y que por entonces existía un tele-club
en cada aldea de España habilitado en local céntrico y cedido por los
respectivos ayuntamientos, donde se reunían los vecinos cada atardecida para
contemplar la única cadena de televisión entonces disponible y puesta al
servicio de la propaganda del Régimen. Las mentiras políticas reiterativas
parecían auténticas verdades, “porque –según aseveraban los vecinos-- lo habían
‘echado’ por la televisión”. Sin duda
alguna, los entonces jefes provinciales del Movimiento (gobernadores civiles) supieron
mejorar la técnica de Goebbels, con
el traslado de consignas a todos los rincones. Tal es así que a muchas aldehuelas
olvidadas llegaron las ondas hertzianas antes que los hilos del teléfono. Por aquellos andurriales llenos de mozos
asilvestrados, con boina calada hasta el tope cejijunto de la frente, por un
lado; y al soplillo de las orejas, por el otro; de caciques locales con pretensiones
de mando sempiterno y de llevar a cabo la “revolución pendiente”; y de párrocos
con bonete de cuatro picos con el que resguardaban del fresco granito eclesial
sus grotescas tonsuras, los trenes pasaban de largo en las estaciones y las
carreteras iban a ninguna parte. No me cansaré de decir que en este país había
mucha tela que cortar y mucha boquita de piñón implorando ayuda paternal y
socorros constantes, sin señalar contrapartida alguna en un sistema contable
renco, tan asimétrico como las piernas del conde
de Romanones, nunca admitido por las reglas de León Batardón, que de cuestiones contables sabía lo suyo; además de
continuos lazos de Lambán capaces de
dejar k.o. al más pintado; y mucho
boquiabierto hacia los dineros públicos que soltaban las diputaciones
provinciales como el que lanza cañamones a las cardelinas, siempre a cambio de
ofrecer un paraíso que ni siquiera se vislumbraba, o dispuestos a saldar sus
tremendos números rojos de los ayuntamientos con un lacónico y esperpéntico “Dios
aumente la caridad”, más irritante y vejatorio aún, porque venía a expresar que
el brete contraído lo amortizaría el maestro armero; en fin, mucho hijo de
rabiza magnánima con olor a sacristía y alcanfor. Mirábamos con fanales que
sólo apreciaban el blanco y negro sembrados en las sórdidas sementeras de los “tele- clubes”, al tiempo que toda
alimaña viviente atosigaba escalonadamente y en pirámide vertical, de arriba
abajo, jerarquizándolo todo, como si unos pocos tratantes contratados fuesen
peritos en conducir rebaños, y el resto, casi todos los demás, o sea, la parte
contratada, braceros iletrados de Puerto Hurraco, de las Hurdes, o de la Sierra de Francia, que
quedaban cerca entonces, y también ahora. El chapiri de Franco, según cuentan
quienes lo saben, se encuentra en un arcón enterrado en los montes de El Pardo,
junto al sable del Espadón de Loja, el
naranjero de un cabo furriel, la peineta que lució Carmen Polo cuando acompañó a Eva
Duarte en su visita a España, el parche del ojo de Millán Astray y un ejemplar de “Raza”
firmado por un tal Jaime de Andrade y
encuadernado en tapa blanda.
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