domingo, 12 de julio de 2020

1964: "25 años de paz"





Recuerdo que en 1964 ya disfrutábamos de “25 años de paz” y que por entonces existía un tele-club en cada aldea de España habilitado en local céntrico y cedido por los respectivos ayuntamientos, donde se reunían los vecinos cada atardecida para contemplar la única cadena de televisión entonces disponible y puesta al servicio de la propaganda del Régimen. Las mentiras políticas reiterativas parecían auténticas verdades, “porque –según aseveraban los vecinos-- lo habían ‘echado’ por la televisión”. Sin duda alguna, los entonces jefes provinciales del Movimiento (gobernadores civiles) supieron mejorar la técnica de Goebbels, con el traslado de consignas a todos los rincones. Tal es así que a muchas aldehuelas olvidadas llegaron las ondas hertzianas antes que los hilos del teléfono. Por aquellos andurriales llenos de mozos asilvestrados, con boina calada hasta el tope cejijunto de la frente, por un lado; y al soplillo de las orejas, por el otro; de caciques locales con pretensiones de mando sempiterno y de llevar a cabo la “revolución pendiente”; y de párrocos con bonete de cuatro picos con el que resguardaban del fresco granito eclesial sus grotescas tonsuras, los trenes pasaban de largo en las estaciones y las carreteras iban a ninguna parte. No me cansaré de decir que en este país había mucha tela que cortar y mucha boquita de piñón implorando ayuda paternal y socorros constantes, sin señalar contrapartida alguna en un sistema contable renco, tan asimétrico como las piernas del conde de Romanones, nunca admitido por las reglas de León Batardón, que de cuestiones contables sabía lo suyo; además de continuos lazos de Lambán capaces de dejar k.o. al más pintado; y mucho boquiabierto hacia los dineros públicos que soltaban las diputaciones provinciales como el que lanza cañamones a las cardelinas, siempre a cambio de ofrecer un paraíso que ni siquiera se vislumbraba, o dispuestos a saldar sus tremendos números rojos de los ayuntamientos con un lacónico y esperpéntico  “Dios aumente la caridad”, más irritante y vejatorio aún, porque venía a expresar que el brete contraído lo amortizaría el maestro armero; en fin, mucho hijo de rabiza magnánima con olor a sacristía y alcanfor. Mirábamos con fanales que sólo apreciaban el blanco y negro sembrados en las sórdidas sementeras de los “tele- clubes”, al tiempo que toda alimaña viviente atosigaba escalonadamente y en pirámide vertical, de arriba abajo, jerarquizándolo todo, como si unos pocos tratantes contratados fuesen peritos en conducir rebaños, y el resto, casi todos los demás, o sea, la parte contratada, braceros iletrados de Puerto Hurraco, de las Hurdes, o de la Sierra de Francia, que quedaban cerca entonces, y también ahora. El chapiri de Franco, según  cuentan quienes lo saben, se encuentra en un arcón enterrado en los montes de El Pardo, junto al sable del Espadón de Loja, el naranjero de un cabo furriel, la peineta que lució Carmen Polo cuando acompañó a Eva Duarte en su visita a España, el parche del ojo de Millán Astray y un ejemplar de “Raza” firmado por un tal Jaime de Andrade y encuadernado en tapa blanda.

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