Sobre el anís se han escrito muchas páginas, aunque no las suficientes. De Camilo José
Cela tengo recogidos dos
elogios. Ambos en su ventana “El color de la mañana”, en
ABC, y con menos de un mes de diferencia entre ellos. En el primero, “Iniciación al arte de beber anís”, (ABC,
Madrid, domingo 15-01-95) señalaba que “beber
anís no es fácil, se requiere un paladar, si de ida, virgen y, si de vuelta,
culto; una lengua chascadora; una mirada enternecida por la nostalgia o el
rijo, y un dedo meñique siempre dispuesto a dispararse al tacto de la copa...” En su segundo artículo, “Vida y muerte del ojén” (ABC, Madrid, sábado 11-02-95) hacía referencia a “aquel anís benemérito que no debiera haber
muerto nunca”. También Xavier Domingo (Cambio 16,
15-02-82) y bajo el lacónico
título “El anís”, señalaba: “Cada anís tiene su secreto, acentúa un
sabor particular, insiste en el aroma de una hierba distinta y sólo el gran
iniciado sabe distinguir si entra más hinojo que ajenjo o más regaliz que anís
estrellado. Plantas virtuosas, vegetales con potencia medicinal, hierbas de
camino, que un sabio tiraba y otro recogía”. Hoy ya nadie bebe anís salvo en los pueblos pequeños. Cuando alguien
acude a casa de un difunto para mostrar su pesar, se instala en una mesa
camilla donde hay rosquillas, una botella de anís, varias copitas sobre el
tapete y un cenicero de propaganda de pastillas
Koki, de mentol-penicilina, o de Confecciones
Purita, patrones de París, para hacer la velada más llevadera. Las mujeres,
en otra habitación, rezan rosarios y sueltan ayes de hito en hito como muestra
de condescendencia con la viuda. El anís siempre consiguió hacer más llevaderos
los velatorios en las aldeas salvo en Galicia, donde el anís se solía sustituir
por el orujo casero, o en Navarra, donde
preferían el pacharán, que surge por la maceración de anís con endrinas y al
que se le atribuyen propiedades medicinales. Tiene el mismo color rojo que el Hipofosfitos que tomaba a cucharaditas
siendo niño. Decían los médicos de entonces, incluido mi padre, que era un
eficaz reconstituyente por sus propiedades hematopoyéticas. Vamos, algo así
como las latas de espinacas de Popeye,
ese mítico personaje de Max Fleischer.
Le daba tanta fuerza su consumo que permitía salvar a su esposa Olivia de las fechorías de Brutus. Más tarde resultó que las
espinacas no contenían tanto hierro como se le suponía. El científico alemán E. von Wolf, en una seria publicación,
situó mal la coma de los decimales; y por ese error, la cantidad de hierro de
las espinacas se multiplicó por diez. El Hipofosfitos
no sé, pero “milagros” no obraba.
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