A Ansuero Arfarrás
Flordeté, caballero mutilado pensionado y agente de Consumos cesante por
jubilación, le detonó un artefacto bélico cerca del oído en la Sierra de Pándols
y ya no supo más de la vida hasta que despertó dos meses más tarde en el hospital
de sangre que ocupaba un colegio de agustinos en el camino de las Torres, en
Zaragoza. Perdió un ojo, el bazo, un testículo y tres dedos de la mano
izquierda. Pero Ansuero Alfarrás Flordeté afirmaba a los conocidos de barra del
café Antiguos Espumosos que con un
solo mamey se podía estar, follar a destajo y caminar derecho sin necesidad de
utilizar balancines; y que, incluso, se podía vivir sin ningún argamandijo,
aunque el cuerpo adoptaría la forma de capón y se atiplaría la voz. No traía
cuenta. Ansuero Alfarrás Flordeté cantaba fandangos de Huelva al estilo de Antonio Rengel cuando alguien se los
pedía más de una vez, que algo sí se hacía de rogar, o cuando se lo requerían
los adentros: “Ha comprao una escopeta/
en Paymogo un minero/ no entiende de cacería/ será pa guardar el huerto/ de
melones y sandías”. El caballero mutilado Ansuero Alfarrás Flordeté meaba
en arco, su nariz siempre estaba roja como la amatista y acostumbraba en las
fiestas del barrio a lanzar al aire bombas de palenque. No se le daba mal la
pirotecnia. Cuando el que tenía delante le resultaba antipático o provocador,
le sonreía con desprecio al tiempo que levantaba los dedos que le quedaban, que
sólo eran dos, en forma de astas de toro, o de macho cabrío, que nunca se
sabía. Le encandilaba beber vino de pasto en porrón a caño libre y hacía pasar
el cariñena por la comisura lateral
de los labios semicerrados cuando notaba secaño en el garganchón. Ansuero
Alfarrás Flordeté una mañana hizo la siesta del desayuno, otros le llaman la
siesta del carnero, en postura de muerto en accidente y ya no despertó.
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